He decidido
imaginar que ese es tu nombre. Tienes todos los rasgos de Sofía. Guarda
silencio, guárdalo como hasta ahora lo has hecho y no me pidas una explicación
coherente acerca de qué rasgos físicos pueden calificar a una mujer para llamarse
así. Deja que mi mente juegue a jugar a que te llamas Sofía. Tu piel morena,
tus ojos castaños y tu incalculable ingenuidad así me lo reclaman, cuando tus manos
cargan con un montón de pesadas mentiras y verdades tergiversadas acerca del
mundo. Tus manos, inocentes, manchadas del sucio hollín desprendido de papeles repletos
de noticias.
¡Qué bien que
te va el nombre Sofía, y te repito, no me preguntes por qué!
Me han
preguntado si me incomoda la música mientras escribo. A decir verdad, todo
depende del tipo de música del que estemos hablando, y la que está sonando en
estos momentos es hermosa; tan hermosa como para ponerme a tararearla y
transportarme a mundos mágicos, llevándome lejos de este monitor, de este
teclado y de esta verdad que estoy por contarte.
¿Sabes de
música, Sofía? Yo sé poco, he de admitirlo, con más vergüenza que con otra cosa.
Mi sueño siempre fue aprender a tocar un instrumento musical. La guitarra, el
saxofón, el piano, o el clarinete. Tocar notas alegres y poner a la gente a zapatear
contra el piso mientras la música les acaricia el alma. Pero la gente no
zapatea, ni mucho menos les toco las entrañas con mi música. Nunca pude pasar de
la clave de Sol del requinto que mamá me obsequió cuando, en mi adolescencia,
prometí aprender a tocar la guitarra para ser un gran músico que llenara de
alegría el corazón a las personas que me escuchasen interpretar las partituras
más alegres que se hayan compuesto jamás. Ya ves, sólo promesas. Promesas que
navegaron en barcos llamados Esperanza, que terminaron por encallar en mares
impetuosos y salvajes, llamados Desidia e Ignorancia. A cambio del concierto
que nunca le daré a mamá, le he dejado un montón de angustias, muchas
angustias, todo por apostar a estas letras que quizás tus ojos nunca lleguen a
leer.
Pero tú, querida
Sofía, no respondas, quiero creer que sabes de música, tanto, que te conmueven
al punto del llanto las sinfonías de Beethoven, Bach y Mozart. Que cuando tu
corazón está a punto de explotar de tanta nostalgia, Louis Armstrong provoca en
ti una sonrisa tan grande, tan exagerada, que tus dientes le alegran el día a las
tempestades. Guarda silencio, el más profundo de los silencios y déjame creer
que Gardel te inspira a bailar un tango a las faldas del malecón, que Serrat te
lleva de la reflexión a la agonía, y que Sabina te enseña a no comprar amor sin
espinas, ni a dormir con cuentos de hadas. Sigue callada y hazme creer que de
música sabes tanto, que cuando estás empalagada de tanta monotonía, truenas los
dedos y bamboleas las caderas al ritmo de Ray Charles, que Elvis te vuelve
loca, y que Juan Luis Guerra te pone cuarenta días a bailar sin descanso. Dime que
amas a los Beatles y a Janis Joplin. Que no puedes vivir sin los Stones, sin
Dylan, sin Marley, sin Soda, sin Charly. Que eres promiscua, descarada e infiel
a todos los géneros musicales; que te enamoras con facilidad de cualquiera,
desde la clásica hasta la cumbia. Dime que sabes de música, Sofía.
* * *
Qué vas a
saber tú de música. Soy idealista pero eso no me impide ver la realidad de las
cosas, una caótica combinación, una combinación que da por resultado la
infelicidad. Soy infeliz, lo he de aceptar. La felicidad sólo es un paréntesis,
una pausa equiparable a la cerveza que se toma en un bar con los amigos, un
placebo para esta muerte que cabalga lenta pero segura a su destino. Te cuento
por qué soy un tipo infeliz: soy infeliz porque no puedo fingir que no te veo
todas las mañanas sobre ese paso peatonal cargando periódicos. ¿Dónde están los
Derechos Humanos? Te diré donde están. Vestidos de corbata y traje, gozando de
un clima acondicionado, de una silla acolchonada, de una computadora con Internet,
y todo esto dentro de una oficina. Allí están ellos, intentando salvar al mundo
desde un cubículo rodeado de ventanales polarizados que les empañan de miopía
los ojos. Pero cuidado, cuidado y que no se les ocurra despojarte de tu trabajo,
el trabajo que desempeñas para ayudar a tu papá, ese señor viejo, cansado y
golpeado por la vida. Ese turno donde recién despierta la mañana debe ser
cubierto por ti, si es que quieren comer con los pocos pesos que les deja la
venta de periódicos, porque así es el mundo. Ningún niño debe de trabajar, pero
una cosa es deber y otra muy distinta,
tener.
Y por si no
fuera suficiente, la ironía de la vida te ha colocado justo enfrente de un
parque: columpios, resbaladillas, pasamanos y todo tipo de aparatos de colores
brillantes dispuestos para los niños, pero no para todos los niños, desde luego.
Tú tienes que trabajar. Hora tras hora, parada, viendo pasar los automóviles de
gente indolente que incluso te compra los periódicos, mismos personajes que
aparecen en primera plana de esos papeles que cargas y te ensucian las manos; personajes
que, a bordo de vehículos dignos de estrellas de Hollywood, te habrán de
regalar una sonrisa. Una sonrisa cínica, la misma sonrisa cínica que un día les
sirvió para convencer a la gente ignorante de votar por ellos en las urnas. Mismos
personajes que tomaron puestos en la
Cámara por simple capricho de sus partidos políticos; plurinominales,
así se llaman, Sofía. Tardaría mucho tiempo en explicarte qué significa esa
palabra, pero para qué perder tiempo, ahí están, conduciendo el país, sonriéndote
a la cara, con el mismo cinismo con el que le prometieron a tu papá un día
cambiar México, mi México, tu México, nuestro México. ¡Qué poético se escucha
eso de “mi”, “tu”, “nuestro”, cuando se habla de la Patria ! Mejor digamos, “su
México”. El de ellos. El México que
día a día van carcomiendo, empobreciendo y pudriendo como la humedad pudre a la
madera.
Pero no te
preocupes, Sofía, cuando tengas la mayoría de edad podrás votar. Por cierto, ¿sabes
leer? Quisiera creer que en las tardes vas a la escuela, pero de no ir, no
importa. Aún siendo analfabeta sólo tendrás que identificar el color y el símbolo
del partido político que mejor te haya cegado con sus discursos y marcarás con
una “X” el de tu elección. Así de fácil, así de simple. Tú seguirás vendiendo
periódicos (si bien te va), y tu hija Sofía también. Votarás para que Sofía no
corra con la misma suerte que corriste, así como lo hizo tu padre contigo, y
así como tu hija lo hará con su hija Sofía, y así hasta el final de los tiempos.
Disculpa, perdona
mi atroz pesimismo. Sé que tú sí sabes leer. Que en la escuela te han presentado
a Shakespeare y a Cervantes. Que con maestría dominas a Homero, Platón,
Sócrates, Aristóteles y Séneca. Que todas las noches antes de ir a la cama lees
a Bécquer, a Wilde, a Poe y a Borges. Que tus frágiles manos tratan de emular
poemas como los de Rubén Darío, Baudelaire, Quevedo y Neruda. Yo sé que sí. Sé
que admiras a Gandhi, las enseñanzas de Jesús, Buda, Lao Tse. Sé que lees libros
de distintas religiones y que al final del camino podrás elegir con la
conciencia tranquila la religión que más se adapte a tu carácter, o por qué no,
como yo, el ateísmo, que todo se lo debe a la lectura.
* * *
Confieso que
he bebido una cerveza. Tuve que destapar esa milagrosa lata de aluminio que me
cambia el ánimo 180 grados. Ese elíxir que embrutece mi cerebro y me pone de
buen humor hasta en las peores tragedias. Sólo una. De ninguna manera beberé
otra, pues corro el riesgo de terminar este escrito con mentiras. Como por
ejemplo, diciéndote que los políticos jóvenes van a cambiar este país.
Sofía, tengo
que decírtelo, aunque más de uno me odie: el peor enemigo de México es su
propia juventud, y no me refiero a la edad del país, sino a la edad de sus
habitantes. México está lleno de jóvenes; jóvenes confundidos, apáticos,
ignorantes y conformistas. Jóvenes a los que no les motiva nada en esta vida
más que el sueño de por obra y gracia divina aparecer en portadas de revistas o
ser súper estrellas de la farándula. Así es, Sofía, sus sueños son tan banales
como sus propias vidas. Pegados frente a un televisor observando programas de chismes
y critica destructiva. Jóvenes que pisan a fondo el acelerador de sus coches (o
mejor dicho, los coches de sus padres), para evitar verte directo al rostro.
Tú no les
importas. Ni a los jóvenes, ni a sus padres. No eres nadie para ellos.
Perdón, te
ruego una vez más me disculpes. Como profesor no puedo darme el lujo de perder
la paciencia. Pero me es difícil, muy difícil. Todos los días lo son. Llegar a
un aula universitaria y encontrar tanta apatía. No entiendo a los jóvenes. ¿Qué
mejor motivación que ser estudiante de comunicación, saber que en tus manos está
el informar al país de injusticias, asesinatos, desfalcos, corrupción y mil atroces
etcéteras? ¿Qué mejor estimulo que saber que en tu voz, en tus letras y en tu
corazón están las llaves del cambio, la oportunidad de abrir mentes y
culturizar a una nación ignorante y dormida?
¿Te gustaría
ser comunicóloga, Sofía? Apuesto a que serías una gran comunicóloga. De las
mejores. Te esforzarías día a día. Llegarías temprano al salón de clase,
incluso antes que el maestro. Te empaparías de información más allá de los
apuntes que te entregue el profesor. Lo darías todo, invertirías hasta la
última gota de sueño con tal de conocer los secretos de la televisión, la
radio, la prensa. Te ocuparías (en vez de preocuparte) de tener las
herramientas para estar lista, preparada para el día que te entreguen el título que te acredite como profesional,
e inspirarías a tus compañeros a ser como tú: una mujer intachable, ética y
responsable. Y todos juntos se graduarían con una mentalidad de justicia y
trabajo, junto con otros cientos de jóvenes graduados de otras universidades dispersas
por el país. Y todos ustedes alzarían la voz de forma pacifica, responsable e
inteligente para denunciar todo acto que atente contra México. Ustedes, comunicólogos,
serían la voz que pide el cambio. Y trabajarían en periódicos, radio, televisión,
Internet y todo medio que le sirva al ser humano como herramienta de expresión.
Y serían tantos, y tan buenos, que nadie los podría detener. Y junto con
ustedes, administradores, ingenieros, abogados, contadores, biólogos, doctores,
científicos, físicos, maestros, y todo mexicano de cualquier profesión o
actividad que esté cansado de tanta atrocidad que ocurre en nuestras propias narices.
Sofía. Con ese
nombre he decidido imaginarte. Lo imagino, pues no me atrevo a preguntarte personalmente
si ese es tu verdadero nombre. Soy un cobarde, igual que todos los demás. No
voy a cambiar nada con mis letras, y mucho menos con mis actos, y todo seguirá igual.
Todo igual. Siempre igual.
*Carta publicada en junio del 2006. Vista ahora me parece
cursi y ñoña. Sin embargo, esta carta fue lo que inclinó la balanza para que un
día mi hermana estudiara ciencias de la comunicación. Traducción: es una carta
juvenil hecha para los jóvenes. Compártela con tus amigos jóvenes.