“El deporte gusta porque halaga la avaricia, es decir, la esperanza de
poseer más.”
- Montesquieu
Si
analizamos con la sesera bien helada y objetivamente el placer que los deportes
causan en nosotros, es decir, en quienes tenemos el vientre voluminoso y
observamos acostados en el sofá cómo dan piruetas en el aire los atletas que
participan en las olimpiadas, puede ser que nos llevemos una sorpresa.
Elijamos
un deporte al azar, digamos, lanzamiento de bala. ¿Qué placer puede generarle a
un ser humano el arrojar con una mano una bala de cañón a más de diez metros de
distancia?
Domingo.
Medio día. Brunswick, Maine. Las puertas de la taberna se abren de par en
par.
-Muchachos,
¿a que no adivinan? Hoy logré lanzar una bala a más de diez metros de distancia
–dice un sujeto barbado con espalda, hombros y antebrazos de leñador.
En
su semblante hay tanta felicidad que al parecer cree ser el primer hombre sobre
la faz de la Tierra
en lograr arrojar con la mano desnuda una bala de cañón a más de diez metros de
distancia.
-Bah,
gran cosa. Yo te apuesto veinte jarras de cerveza a que logro lanzar esa misma
bala de cañón a más de quince metros –dice otro sujeto barbado con espalda,
hombros y antebrazos de leñador, acodado en la barra de la taberna.
Ambos
leñadores (uno ebrio y otro no, aunque este último piensa embriagarse terminada
la apuesta) se internan en el espeso bosque de coníferas seguidos por una
multitud de leñadores ebrios para ver si el leñador que dijo lanzaría la bala
de cañón a más de quince metros de distancia logra cumplir con su palabra.
Quitando
el oficio de leñadores de estos dos hombres (y uno que otro detalle más de la
historia), supongo que más o menos de esa forma fue como se inició la primera
competencia de bala. Y si nos dejamos guiar por el sentido común, por esas
mismas fechas pero a miles de kilómetros de distancia, digamos, en Oslo,
Noruega, un hombre de dos metros de altura, cabellera revuelta y manos tiznadas
de óxido abre las puertas de una taberna para anunciar a sus amigos:
-Muchachos,
¿a que no adivinan…?
Sospecho
así fue como se puso la primera piedra para crear las olimpiadas modernas. Y
para que no se ofendan los puristas del deporte, podemos decir que en vez de
una bala de cañón, lo que se arrojó fue una jabalina, o en vez de una jabalina
un disco o un martillo. El meollo del asunto es que si el ser humano tiene algo
en común, sin importar su raza y credo religioso, es la competitividad, o mejor
dicho, la necesidad de demostrar que uno es mejor que todos los demás. Ojo, sin
importar en qué se esté compitiendo.
-Chicos,
¿a que no adivinan? Me acabo de lanzar a la piscina desde el quinto piso del
hotel.
-Bah,
yo también he hecho eso.
-¿Dando
tres giros y medio en el aire?
Quienes
le tenían miedo al agua o eran lo suficientemente sensatos para no arriesgar el
pellejo retando al lunático acróbata, habrán dicho:
-Pues
yo soy juez, y propongo calificar los clavados según ecuaciones algebraicas
complicadísimas que nadie más que yo sea capaz de descifrar.
De
esta manera, imagino, fue que lanzarse dando giros en el aire se convirtió en
una profesión respetada en todas las sociedades del mundo, incluso en China.
-Empeladol,
en Italia hay unos locos tilándose clavados al agua desde diez metlos de
altula.
-¡Malditos
occidentales! Lápido, ponga a cien mil chinos a plactical ese loco depolte, que
nosotlos tenemos que sel los númelo uno en todo.
Visto
desde esta óptica chapucera y simplista, puede que sea comprensible al
raciocinio humano el placer que pueden experimentar los clavadistas de diez
metros de altura o los lanzadores de bala, jabalina, disco, martillo, etcétera,
al ser reconocidos local o mundialmente como los hombres que mejor saben dar
vueltas en el aire antes de zambullirse en una piscina o ser los hombres que
más lejos lanzan una bala, jabalina, disco, martillo, etcétera, pues incluso lo
dijo Maslow en su pirámide de necesidades, el ser humano está en la constante
búsqueda del reconocimiento por parte de la sociedad, sin importar cuál sea el
móvil para lograr dicho reconocimiento.
Ahora
bien, este chiflado comportamiento lo podemos entender en los competidores (y
quizás en los jueces), pero, ¿acaso será posible dar una explicación lógica a
ese oscuro placer que sentimos los espectadores, es decir, los millones de
mexicanos que seguimos a nuestros compatriotas anhelando logren el milagro de
ser los deportistas número uno en disciplinas que jamás vemos (salvo cada
cuatro años) para que nuestra bandera tricolor se ondee en todo lo alto en un
país remoto para así poder corear el himno nacional?
Conclusión:
si de lo que se trata es de ver ondear la bandera tricolor y cantar el himno,
¿no sería más fácil quedarnos todos los lunes a los honores a la bandera en la
escuela de nuestros hijos? Ahora que si de lo que se trata es de restregarle al
mundo entero que poseemos a los mejores hombres dando piruetas en el aire o
lanzando objetos a larga distancia o tirando patadas voladoras, etcétera,
sospecho que el diagnóstico sería que estamos enfermos de la cabeza.