Mi chica quiere comprarle un regalo a mi sobrino.
-No tienes que regalarle nada –digo.
Mi chica odia que sea un hombre tacaño, poco detallista. Frunce el ceño y dice:
-Llevo meses esperando su cumpleaños, quiero regalarle un Buzz Lightyear.
-Ya tiene como veinte Buzz Lightyear.
-¿Me vas a llevar a la plaza, sí o no?
Su pregunta no es una pregunta, es una amenaza.
Entramos a la juguetería. Me alegra que mi chica no quiera tener hijos. Todos los juguetes además de ser una porquería, están carísimos.
-Yo le voy a comprar esta pelota –digo, blandiendo el juguete más barato que encontré luego de una exhaustiva búsqueda.
-¿Una pelota de plástico?
-Sí, una pelota plástico –me desmarco astutamente de compartir los gastos de un Buzz Lightyear karateka.
Salimos de la tienda de juguetes. Mi chica se desquita de mi tacañería diciéndome que demos una vuelta por la plaza. Odio dar vueltas por las plazas. Corro el riesgo de toparme con algún ex compañero de la escuela y tener que saludarlo, ponerlo al corriente de mi insípida y patética vida. Miro la hora en mi celular.
-Anda, será rápido –insiste mi chica.
Dicho y hecho: veo a un ex compañero de la universidad. Dos niños tiran de sus bazos. Mi amigo tiene la mirada muerta, perdida, extraviada. Igual la gorda de su mujer. Mi ex compañero no es ni la sombra de lo que fue en la licenciatura. Pareciera que una bola de manteca lo devoró y sus facciones quedaron impresas en ella. Abrazo a mi chica, le zampo un beso de lengua.
-¿Qué haces? –se despega de mí.
-¿Está prohibido besarte?
-Nunca me besas en la boca, menos en público.
-Me dieron ganas –digo.
Con el rabillo del ojo veo a mi ex compañero y a su elefantiásica mujer perderse por los pasillos.
-Bueno, ya que estás tan romántico –dice mi chica-, acompáñame a Zara, solo será un segundito.
Sé que ni soñando será un segundito. Miro mi celular y han pasado 20 minutos. Mi chica entra al guardarropa cargando media docena de vestidos.
-Quédate aquí afuera para que veas cómo me quedan.
Lejos estoy de ser Richard Gere en Mujer bonita. Soy un hombre de mediana edad con un conato de panza que agradecería que le salieran canas en vez de estar perdiendo todo el pelo. En cambio, mi chica sí que es Julia Roberts. Pero no la Julia Roberts de Mujer bonita, sino la Julia Roberts de Erin Brockovich. El otro día pasaron la película en TNT y poco me importó que estuviera traducida y que ya la hubiera visto una decena de veces. No pude dejar de verla. Julia sale con unas tetas enormes, minifaldas y una melena de leona.
-¿No se parece a mí esa vieja? –preguntó mi chica y esa noche hice realidad una de mil fantasía eróticas que tengo con famosos de Hollywood.
Con las piernas entumidas, pienso en lo afortunado que soy de tener por novia a Erin Brockovich. Podría esperar dos horas más de pie. O tal vez no. La zona de probadores de Zara es un cuarto rectangular largo, a los costados están unos cuartitos donde las mujeres se cambian de ropa y luego tienen que salir a mirarse a un espejo enorme empotrado al fondo del pasillo. Dos novios torturados como yo esperan pacientes a que sus chicas salgan de los probadores y se miren en el espejo comunitario para luego darse la vuelta y preguntarles: ¿cómo me queda?
¿Realmente a una mujer le importa la opinión de su novio? Una mujer chaparrita sale disfrazada con un vestido café con unos alerones de tela que le cuelgan de los brazos. Su novio menea de arriba abajo la cabeza en signo de aprobación. Su chica es una ardilla voladora, pero, naturalmente, por instinto de supervivencia no sé lo va a decir. Luego sale la otra novia, una mujer insípida, de rostro perfectamente olvidable, enfundada en un camisón de dormir. El novio piensa lo mismo que yo, pero hay que ser un tonto redomado para decirle a tu chica que su vestido en realidad es un baby doll.
Toca el turno de mi chica. Sale del probador. Se mira en el espejo, se da la vuelta. Es Julia Roberts en Mujer bonita, pero a la inversa, es decir, antes de que Richard Gere la llevara a las tiendas de ropa de marca, antes de que la quisiera sofisticar, convertirla en una dama de alta sociedad. Para un hombre como yo, de la generación en donde tenías que imaginar tetas en mitad de la estática en los canales porno bloqueados del cable, estoy encantado que los diseñadores insistan en disfrazar de callejeras a las mujeres.
-¡Y está en oferta! –dice eufórica mi chica.
En la cola de la caja cometo el error de decir que me alegro de no ser mujer. Qué ni loco pagaría 500 pesos por un pedacito de tela.
-¿Eso quiere decir que nunca me vas a comparar vestidos?
La señorita de la caja se nos queda mirando.
-Cuando sea un escritor famoso te compro lo que quieras –miento.
Mi chica saca su tarjeta de crédito, mientras paga observo unas fotografías sobre la cabeza de la cajera: una modelo, o mejor dicho, un alambre humano viste unos jeans y una blusa blanca.
-¿De qué te ríes? –pregunta mi chica.
-Están locos los diseñadores –digo-. Ni en los campamentos nazis las mujeres judías estaban tan flacas.
-Qué exagerado eres –mi chica vuelve a fruncir el ceño-, me encantaría estar así de flaca.
Obvio que no se lo digo, pero al paso que va mi carrera literaria, su deseo va que vuela en convertirse en una realidad. De lo único que podremos alimentarnos será de amor y de aire.