Probablemente los más sabios son los que no se dejan fotografiar, los que esconden su rostro de la mirada ajena, depredadora, los que huyen del exhibicionismo y el afán de salir en los periódicos a cualquier precio. Los demás, los más tontos, tenemos que aprender a convivir con nuestras fotos, un ejercicio que a menudo resulta doloroso. Las fotos del pasado suelen ser como las amistades que se han perdido o las novias de tiempo atrás: uno no puede explicarlas, son tatuajes, heridas, cicatrices, el recuerdo sistemático de que si algo ha perdurado en nosotros es la idiotez campante y atrevida. Uno ve esas fotos antiguas, esos peinados tan raros y bochornosos, aquella ropa improbable, todas las caras de nuestro pasado indefendible y se queda triste, demudado, como si esas fotos pertenecieran a otra persona, a otras personas, a una gente que se llamó como nosotros pero que ahora nos resulta extraña, odiosa, irritante. Y aunque las fotos de nuestro pasado nos parezcan generalmente espantosas, seguimos dejándonos retratar, exhibimos nuestras fotos, las compartimos con los extraños, queremos verlas en los periódicos y en eso que algunos llaman pomposamente “las redes sociales”, tal vez porque suponemos que las fotos de ahora serán mejores que las de antes, pero es solo cuestión de dejar pasar el tiempo para que todas nos parezcan igual de deplorables y nos remitan a la misma pregunta: ¿en qué estábamos pensando, por el amor de Dios?
Jaime Bayly (artículo: Salir en la foto)
Ahora entiendo por qué P nunca ha querido figurar en este humilde blog, ni aparecer en ninguna foto familiar, ni mucho menos tener Facebook.
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