domingo, 13 de julio de 2014

Último Día



La estampa que aparece sobre estas líneas marcó mi vida para siempre. Italia ´90 fue el primer Mundial que vi de principio a fin*, con plena conciencia, grabando a fuego cada una de sus imágenes en mi cerebro de niño. La desgracia: México no pudo asistir porque la FIFA nos descalificó por ser mexicanos, es decir, por tramposos. Al quedar huérfano de patria, me vi en la obligación de adoptar una nacionalidad. Era impensable quedar mudo frente al televisor en una Copa del Mundo.  

*Salvo la inauguración, es decir, Argentina contra Camerún que coincidió con mi último día de escuela.

Los analistas decían que la favorita era Holanda por haber ganado la Eurocopa del ´88. Al igual que mis vecinos y mi hermano, me sumé al borreguísimo de apoyar a la Naranja Mecánica. Los días previos al insufrible 12 de junio del 90 los utilicé para mentalizarme en sentir los colores de mi patria adoptiva. En mi cabeza imaginé una y mil veces gritando fuertísimo y con la piel de gallina cada gol holandés. Entonces Holanda marcó un gol a los egipcios y experimenté el mismo vacío interior que en mi Primera Comunión cuando mamá me prometió que al comulgar sentiría la energía más potente y hermosa recorrer mi torrente sanguíneo porque estaría comiendo el cuerpo de Cristo.     

Por suerte, sólo tuvieron que pasar 24 horas para que mi piel comenzara a ponerse de gallina. Argentina hizo su debut ante mis ojos al enfrentar a la malévola Unión Soviética de Iván Drago. El primer gol lo hizo un melenudo con la cabellera que siempre quise tener sobre la cabeza, pero que los Legionarios de Cristo se empeñaban en cortarme, ignorando mi argumento de que su Dios tenía el pelo largo. Luego apareció como un meteoro el chico de melena rubia que había visto en el álbum Panini de mi hermano; el joven que a primera vista paralizó mi corazón tanto o más que el vocalista del grupo Skid Row. Sobra decir que fue la primera vez que me cuestioné si era puto. Luego hizo acto de presencia un jugador apellidado Batista, con barba y cabellera larga, y ahí descubrí que no era tanto que fuera puto, lo que en realidad me estaba pasando era que había caído en el embrujo de ver a un equipo que más que un equipo de fútbol parecía una banda de rock como las que me hacían soñar despierto frente al televisor cuando sintonizaba MTV.  


  
A Argentina no sólo le debo la alegría y la amargura de mi primer Mundial, también le debo mis primeros besos. De adolescente era muy tímido, por eso ninguna mujer se animaba a besarme, hasta que descubrí que la única manera de no morir virgen era actuando, dejar de ser yo, meterme en la piel de otra persona. En los Spring break viaja a Cancún con mi primo Rodrigo. Lo que hacía era emborracharme y enfundarme una camiseta de la selección argentina.

-Qué pobre diablo eres –me reprochaba mi primo.

Sin embargo, mi timidez de años me hizo observar que las mexicanas tienen debilidad por los chicos argentinos. Por suerte, más que su aspecto de galanes de telenovela, lo que las vuelve locas es su acento cantadito. Logré perfeccionar tanto mi acento argentino, que incluso los argentinos me abrazaban y me invitaban a dar saltos enloquecidos mientras gritaban canticos que fingía tararear.

-Oye, no es argentino, él es mexicano –le decía muerto de envidia mi primo a una argentina que me estaba abrazando.

-Pero qué envidioso que sos, Chavo del Ocho –le respondió la argentina.         



Y finalmente, si soy alguien en lo que más me gusta hacer, fue gracias a una publicación argentina. En México sólo las revistas y periódicos de quinta división se animaban a publicar mis escritos. A raíz que el Chiri se entercó en publicarme en Orsai, y a que Casciari me dedicara un escrito en su blog, mágicamente los periódicos mexicanos de primera división me contactaron para que empezara a colaborar con ellos.  



Estoy en deuda con Argentina. Así que, so riesgo de quedar como el mayor de los pobres diablos ante los dos o tres lectores que aún siguen este blog, comparto mi granito de arena para que Messi y compañía, logren la hazaña de levantar la copa en un par de horas.  


Querido Chiri:

¿Qué pensarías si te dijera que en tus manos está la posibilidad de que Argentina salga campeón el domingo?

Apuesto a que me responderías que estoy loco o que me fumé el porro más potente de la galaxia.

Sin embargo, lo sostengo.

Mira, si yo hubiese sido el Messi de la literatura (o mejor dicho, de las redes sociales), ahora mismo los mexicanos estaríamos experimentando el indescriptible sentimiento que cargan millones de argentinos, es decir, imaginar permanentemente toda suerte de hipotéticos escenarios, resultados y jugadas posibles los 86,400 segundos que tiene cada día.

Para que no me tomes por un lunático, o peor aún, me tengas lástima por creer que soy un triste aficionado de una selección simpática centroamericana, remontémonos a la ciudad de Fortaleza el 29 de junio, segundos antes de que el árbitro silbara el final del primer tiempo en el partido entre México y Holanda.

Los once jugadores vestidos de naranja que están metidos en su propio campo saben que van a perder, tal y como lo sabían sus ancestros hace 64 años antes de disputar cualquier partido, es decir, antes de que apareciera un joven llamado Hendrik Johannes. Los once que visten de verde (sí, sé que cuesta creerlo) saben que van a ganar, están predestinados para ello. Tocan y tocan la pelota por todo lo ancho del terreno de juego. Con la seguridad y la confianza que sólo puede darte una medalla de oro olímpica obtenida con autoridad sobre el Brasil de Neymar en el mítico estadio de Wembley. Entonces ocurre algo horrible: de un plumazo retrocedemos 36 años en el tiempo y la seguridad se convierte en confianza. Y la confianza en duda. Y la duda en miedo. “El Maza” Rodríguez toca el balón con la técnica individual de un defensor mexicano en Argentina ´78. Robben toma la pelota. Entra al área solo frente al portero. Es un gol cantado, de no ser porque las alas de Hermes brotan de los pies de Rafa Márquez y Héctor Moreno. Ambos se barren. Robben sale catapultado hasta arañar las nubes. Si estuviéramos en el 2016 los jueces le ponían 1o de calificación por las bonitas figuras y giros que dibujó en el aire. Silencio absoluto. Ningún silbatazo desgarra corazones. Vemos la repetición en cámara lenta. Somos testigos de lo nunca antes visto. Hubo penalti doble. Tanto Márquez como Moreno patearon brutalmente al delantero holandés. Agradecemos a Dios, a la Virgen de Guadalupe y a Blatter que estén de nuestro lado, sin advertir que acaba de escribirse el primer capítulo de una nueva tragedia. La dupla de centrales más efectiva del Mundial se ha desintegrado. Moreno no se levanta. Su rostro alcanza el color magenta. El portero Ochoa lo mira y queda más pálido que de costumbre. Cuando los colores magenta y blanco se miran de frente en una cancha de fútbol significa que alguien se rompió un hueso. El árbitro portugués se pregunta si en toda la historia del fútbol habrá existido otra jugada similar en donde el defensor patea tan pero tan fuerte al atacante que se parte la pierna en dos mientras el silbante queda petrificado como una estatua sin mover un sólo músculo. El doctor hace la señal desesperada a la banca para que se realice el cambio. Las alas de Hermes permanecen en los tobillos de Moreno, es la única explicación lógica para que un humano con la tipia rota pueda ponerse de pie y dar dos pasos antes de derrumbarse de nuevo. El técnico Miguel Herrera manda a calentar al defensa Diego Reyes. Entonces, insospechadamente, entro en escena y descubro que soy Bill Murray en la película El día de la Marmota. Estoy atrapado en un mismo día. Un día que dura 4 años. Que se repite una y otra y otra y otra y otra vez. El árbitro silba el final del primer tiempo. Salgo del trance y hago lo único que está en mis manos para cambiar el curso de la historia de mi país. O mejor dicho, de mi vida.  



Chiri, si tan sólo la única persona que me retwitteó hubiese sido Enrique Peña Nieto o Emilio Azcárraga Jean, ahora mismo estaría sintiendo la inconmensurable dicha y angustia que eriza tu piel. Sí, sé que sigo sonando a aficionado de selección simpática centroamericana, o quizá, tirando más a loco de callejón. Pero ojo, arriésgate a mirar de vuelta todos los partidos mundialistas de México justo cuando el árbitro da el silbatazo final, descubrirás que en el pasado nosotros llorábamos igualito a James Rodríguez, lágrimas de lo que pudo ser y no será, llanto desgarrador que pide una explicación a dioses inexistentes, lágrimas de funeral, llanto de nunca más vernos en una nueva posibilidad de hacer historia, lágrimas de pueblo conquistado; sin embargo, observa con mirada quirúrgica lo ocurrido el 29 de junio del 2014, descubrirás que un resorte saltó en el interior de los vestidos de verde: México ha dejado creer que puede ganarle a las potencias, ahora sabe que va a ganarles.  


Espero ser peor profeta que escritor, de lo contrario, toda la Argentina está condenada a no volver a mirar a su selección levantar una copa del mundo en muchísimo más tiempo. Te aconsejo que empieces a susurrarle cosas al oído del gordo, como por ejemplo, que redacte una carta tan redonda, apasionada y viral como Vivir para contarlo y despierte de una puta vez a Messi tal como un día se le tuvo que despertar a Aquiles para conquistar Troya.