miércoles, 30 de junio de 2010

Solo queda España



Hoy es día de descanso en el Mundial pero eso no significa que no ocurran tragedias, desgracias, desaguisados en mi contra. Reveses que me avinagren la mañana, el día entero.

La maldición de Nike (aquí hice un relato de ella) sigue su curso:

Fuera la Francia de Ribéry.

Fuera la Italia de Cannavaro.

Fuera la Costa de Marfil de Drogba.

Fuera los Estados Unidos de Donovan y Howard.

Fuera la Inglaterra de Rooney.

Fuera el México de Gael García y González Iñárritu.

Fuera la Portugal de Cristina Ronaldo.

Y hace unos instantes (créanlo o no), eliminado en 4 sets del pasto sagrado de Wimbledon, el gran Roger Federer.




Solo queda la España de Iniesta, Fabregas y Piqué; lástima que España sea un drama llamado
Siempre caemos en cuartos.

martes, 29 de junio de 2010

?





Bueno, pensándolo mejor, sí tengo unas palabras: gracias Diego por echarnos del Mundial, no quiero ni imaginar el horror que se hubiera venido si les ganábamos el domingo.

Cerrando con broche de oro


México volvió a dar la nota en el Mundial. ¿Acaso podíamos irnos por la puerta de atrás, en silencio, sigilosos, en la penumbra? Claro que no. Chequen nada más el bonito show que dimos luego de la eliminación ante Argentina.

Y para los ignorantes que no sabíamos para que servía FONATUR, ahora ya lo sabemos.



AQUÍ
el video completo con audio original (impagables los últimos 20 segundos).


sábado, 26 de junio de 2010

En Argentina nos conocen más de la cuenta




"Si hasta empiezas a quejarte de tu técnico. Esa anticipación de la derrota es un truco muy viejo: que sea particularmente mexicano no significa que no sea generalmente universal. Todos hemos simulado alguna vez que no teníamos esperanza como forma de animar nuestras esperanzas a convertirse en realidades –y de no sufrir más de la cuenta si, como era de esperar, no lo lograban. Así que no me vengas con humildades arrulfadas, tan poco creíbles como la famosa incapacidad de tus paisanos para decir no; no es que no lo digan, es que lo dicen sin decirlo: sí claro pero. Es obvio que, detrás de esa coraza, tú y los tuyos quieren ganar, piensan en ganar, piensan que pueden ganar –y, seguramente, pierdan".

- Martín Caparrós a Juan Villoro (Uno de los dos)

La garra charrúa




Antes de comenzar el Mundial, los mexicanos (pobres ingenuos), no daban un peso por Uruguay. Grave error. Las estadísticas no mienten. Según las matemáticas los charrúas saldrán campeones.

viernes, 25 de junio de 2010

Una simple teoría




Pese a pronóstico, el hombre más odiado de México no es el presidente Calderón. Ahora, el más repudiado, el más insultado, el que el pueblo exige su cabeza en bandeja de plata es Javier Aguirre; luego entonces, si uno es suspicaz, empiezan a cuadrar las cuentas y terminamos por entender por qué Felipe Calderón presionó tanto a Javier Aguirre para que asumiera el timón de la selección tricolor.

Pero vayamos al grano, que esa no es mi teoría. Mi teoría sobre el por qué Javier Aguirre sacó a Guardado, el mejor hombre de la cancha contra Uruguay, y se empeñó en dejar al Guille y alineó a Cuauhtémoc como titular, etcétera, fue porque antes del partido el vasco sacó su álbum Panini del Mundial y vio que los norteamericanos tenían que ganarle a Argelia si querían calificar a octavos, no había otro resultado más que la victoria, y las probabilidades apuntaban a que eso ocurriría, luego entonces, con la victoria los gringos serían irremediablemente el número uno del grupo C.

¿Y todo esto qué tiene que ver con Aguirre? Todo. Si México le ganaba a Uruguay los tricolores tenían altísimas probabilidades (me animo a decir que de un 80%) de verse las caras en cuartos de final contra sus acérrimos rivales, al fin y al cabo los duelos de octavos serían USA vs Ghana y México vs Corea del Sur.

Aguirre se puso pálido, el álbum Panini tembló rabiosamente entre sus manos y decidió que la mejor opción sería entregar el liderato del grupo A para no revivir la pesadilla del
Mundial ´02 y así enfrentar a la Argentina para que de una buena vez nos eche del Mundial, o, dejar volar la imaginación y vencer a la albiceleste de Diego y luego derrotar a Alemania o Inglaterra y después dar la sorpresa en semis al vencer a España y consagrarnos campeones ante Holanda o Brasil, o en el peor de los escenarios, subcampeones si los gringos llegasen a la final.

Esta fue la conclusión a la que llegué hoy en la mañana, sin embargo, luego de pensármela con más calma, me di cuenta de que era una verdadera locura, así que se me ocurrió otra teoría. Se llama Todos los caminos conducen a Alemania y la comparto con todos ustedes
AQUÍ, por que en Pildorita de la Felicidad LADO B también escribimos teorías chifladas sobre el Mundial de Sudáfrica ´10.

Locura francesa


Raymond Domenech no es el único
loco en Francia. Este comercial lo prueba.





http://youtu.be/3ipQsUlQmXc


jueves, 24 de junio de 2010

Martín Palermo: el gol más esperado del Mundial




¿Por qué tanta emoción con el gol de Palermo?

La respuesta te la dan dos maestros. AQUÍ y AQUÍ. Por favor, antes de leer, todos a quitarse el sombrero.

Con pena y sin Gloria




Ya que es imposible no hablar de fútbol estos días, comparto con ustedes un fragmento de mi novela Con pena y sin Gloria, próxima a salir a luz (rezo por ello). Fragmento que me gusta mucho, no por lo que escribí, sino por la participación en un diálogo de uno de mis héroes literarios que tuvo la cortesía de meterse en la piel de un futbolista uruguayo. Sospecho lo hizo con mucho gusto.


En la preparatoria te enseñan casi nada, pero sobre todo, cómo no hacerte responsable de tu propia vida.

Margarita, la psicóloga del colegio, una señora de cabello espantado y teñido de rubio, figura de garza vestida infaliblemente con pantalones de colores pastel, llegó a la disparatada conclusión de que era yo un muchacho idealista que siempre intentaba defender al más débil.

-Monina, tu hijo será un gran abogado –le dijo un día a mamá.

Mamá no cupo en júbilo y durante largo tiempo se le vio con una sonrisa de oreja a oreja, imaginándome en la carrera de leyes, con un título con mención honorífica y luego en un lujoso despacho impartiendo justicia, es decir, defendiendo y sacando de la cárcel a sus amigos políticos.

Esa no fue la primera ni la única vez que la psicóloga Margarita me metió en un aprieto. Un día se le ocurrió, como si no hubiese preparado su clase aquella mañana, psicoanalizar públicamente a algunos alumnos. Cuando llegó mi turno, se me quedó mirando con sus ojos de ave larguirucha, parpadeó un par de veces, y dijo:

-No entiendo cómo puedes estar soltero.

Todo el cuero cabelludo se me heló. Como si en vez de pelo tuviera un casco de hielo. Y allí no paró la humillación. Ignorando las risotadas de mis compañeros, la psicóloga (posiblemente infestada de barbitúricos) dijo que no era yo un adolescente cualquiera, sino el alma de un hombre viejo encerrado en el cuerpo de un adolescente, motivo que le hacía no poder comprender cómo ni una chica de la escuela diera sus huesos por mí.

-Si yo fuera estudiante, no te me escapabas vivo –sentenció con un guiño aviar.

El salón entero se fundió en una carcajada, salvo dos o tres niñas que se indignaron al tomar el comentario de la psicóloga como una postura completamente pagana, pues según la iglesia católica todas las almas debían tener la misma edad cronológica que los cuerpos que las albergaban.

Otro incidente se suscitó en el último semestre de la preparatoria, en la prueba de orientación vocacional. En ninguna de las casillas que debía llenar aparecía algo relacionado con el fútbol. Mi gran pasión. Motivo y motor en mi vida. Estaba clarísimo que ese era mi único destino. Ganar la Copa del Mundo. Sin embargo, el examen arrojó un resultado confuso. Según la psicóloga yo podía ser lo que quisiera en la vida. Sobra la aclaración que estábamos hablando de un oficio que se ejerciera dentro de una oficina.

-¿Cómo qué? –dije alarmado.

-Pues lo que tú quieras –dijo la psicóloga-. ¿Qué te parece… abogado?

Francamente odiaba las leyes. Ni siquiera podía terminar de ver un sólo capítulo de las series de televisión donde aparecían abogados sin aburrirme horrores. Ni siquiera Ally McBeal, aquella serie que veía endiosado mi hermano, protagonizada por la esposa de Harrison Ford, un esqueleto ambulante, esquizofrénico y vestido siempre en trajes y faldas cortas.

En casa manifesté mi deseo de ser futbolista profesional. Mamá casi se desploma de un desmayo. Mi hermano soltó una carcajada argumentando que era un futbolista malísimo. Papá no dijo nada y por esas cosas que tienen las amistades de cantina, un día me dijo que me presentara en el estadio Carlos Iturralde (mejor conocido como estadio Olímpico, aunque en Mérida jamás se hubiera llevado acabo una Olimpiada); o para ser más exactos, que él personalmente me llevaría al estadio, ya que por esos tiempos yo no sabía manejar a pesar de estar estrenándome en la mayoría de edad.




Los Venados de Yucatán era un equipo de segunda división. Sentenciado a esa categoría por los siglos de los siglos. Su estadio tenía una pista de atletismo alrededor de la cancha, si es que a aquella dona de terracería podía llamársele pista de atletismo. Más allá de la pista, antes de las tribunas, cual ruedo taurino había una fosa de varios metros de profundidad, trampa mortal de borrachos deshidratados. Luego venían las tribunas, que en realidad eran planchas de concreto donde bien se podían ferir o carbonizar bifes de chorizo bajo el inclemente sol de las tres de la tarde, no en balde los aficionados, valientes y masoquistas, permanecían dando saltos durante más de noventa minutos para que las suelas de sus zapatos no se derritieran como chicle cada quince días que había partido como local.

He de admitir que nunca fui aficionado a los Venados. Esto lo atribuyo a desagradables factores, entre los cuales destacan muchos. Por ejemplo, los colores del equipo: verde y amarillo. Camiseta verde y short amarillo. Un verde y un amarillo escandalosos. Colores que sólo utilizarían en su vestimenta los payasos de circo, o en su defecto, cualquier selección de fútbol africana, hombres morenos con indumentarias brillantes calcinándose al sol. Otro factor era la ubicación del estadio. Para llegar a esta esperpéntica obra salida de alguna pesadilla de un pasante de arquitecto había que atravesar toda la ciudad. Traducción: ir a los barrios del sur, donde están las colonias más espeluznantes y horribles. El camino menos tortuoso era atravesando Circuito Avenidas, avenida interminable, atestada de tráfico (coches que no son más que chatarra en movimiento a vuelta de rueda), flanqueada a ambos lados de talleres mecánicos y demás negocios grasientos. Este paisaje apocalíptico y madmaxiano era partido en dos justo por en medio por un tren fantasmagórico que silbaba y crujía sobre una vía casi deshecha, cual espectro lastimero que arrastra sus cadenas dejando sordos a todos los tripulantes que se sancochaban lentamente dentro de sus vehículos.

En tercero de preparatoria a mis amigos les dio por ir a todos los partidos de los Venados. Esto se combinó con una buena temporada del equipo que se había hecho de los servicios del camerunés Emmanuel Tataw, ex mundialista y ex campeón de goleo en la primera división de Italia y México. Con el negro en la cancha ahora sí que parecíamos una selección africana hecha y derecha.

Dos sábados al mes íbamos al estadio. Para soportar el trayecto comprábamos varios six-pack de cerveza que bebíamos con ferocidad. Igualmente el resto de la fanaticada que decidía ponerse en las tribunas del lado oriente del estadio. El lado oriente estaba reservado exclusivamente para la porra Ultrasol, es decir, personas mentalmente desequilibradas. Sitio donde convergía un hervidero de gente despreciable. Borrachos en su mayoría. De todos los estratos sociales. La cuestión allí era ser un bárbaro. Un barbaján. Convertirse en animales erguidos en dos patas, con las espaldas erizadas y los hocicos babeantes. Siempre dispuestos a corear y proferir las peores bajezas, ya fuera al equipo rival, al árbitro, a nuestros propios jugadores o, especialmente, a los aficionados de las tribunas de enfrente (zona de sombra o tribuna poniente) donde estaba el palco del dueño del equipo (blanco de toda serie de improperios irreproducibles).

¿Por qué me sometía a ese infierno dantesco? Lo ignoro. Era un adolescente burgués dispuesto a experimentar los calvarios de la vida. Apiñado entre una serie de hombres olorosos y pegajosos por el sudor, intentaba ver las incidencias de los soporíferos partidos. Era inútil. Más preocupado estaba en salvaguardar mi propia vida y esquivar la lluvia de orines que volaba por los aires desde las tribunas más altas del estadio cada que un borracho quería aliviarse los riñones y/o a manera de celebración cuando el espigado negro marcaba un gol.

Se corría el rumor de que el camerunés Tataw cobraba una fortuna. Esto gracias a sus viejas glorias vividas como ex mundialista y ex estrella de la primera división. Decían que toda la venta de cerveza del estadio era destinado para pagar su sueldo. De ser así, el negro debía ser el hombre más rico de la ciudad.




Un señor obeso, rosado como un puerco de granja, saludó efusivamente a papá cuando llegamos al estadio. No recuerdo de qué hablaron, yo estaba más preocupado por disimular mis nervios. El utilero colocaba unos conos naranjas fosforescente sobre el césped. De ahí en fuera no supe más. El utilero del equipo me entregó un uniforme todavía más feo que el uniforme oficial con el que jugaban los Venados. Picaba. Y con el sudor se adhería a la piel como una materia viscosa. Nacho Jiménez, el entrenador del equipo, saludó con afecto al gordo rosado y luego le dio un apretón de manos a papá. Intercambiaron unas pocas palabras. Acto seguido, Nacho, un hombre enorme, de casi dos metros de altura, el rostro descuadrado, como si hubiera sufrido un derrame cerebral o una parálisis facial en su juventud o como si hubiera visto el mismísimo Infierno en persona, me dio una palmada en la espalda y dijo que entrara a la cancha con el resto del equipo.

Entiendo que para cualquier aficionado a los Venados hubiera sido un lujo aquello, codearse (literalmente) con sus ídolos. No para mí. Más nervioso de verme de golpe y porrazo en un equipo profesional, lo que me erizaba la piel era no saberme de memoria los nombres y apodos de casi todos los integrantes del equipo local.

Como un cervatillo asustado me integré a la fila de jugadores para hacer los ejercicios de calentamiento. Nadie me presentó. Uno que otro jugador murmuró a mi alrededor, supongo preguntándose quién diablos era yo. El resto me ignoró como si no existiera. Como un don nadie. Cosa no muy alejada de la realidad. Un reportero (el único que cubría los entrenamientos del equipo) le preguntó al entrenador si era yo otro refuerzo extranjero. El entrenador bufó e hizo una mueca burlona. El reportero anotó algo en su libretita al tiempo que reía como un bobo. Admito que aquello hirió mi amor propio. Decidí darle una lección a todos. Correría como un diablo. Pasaría, remataría y cabecearía como un jugador europeo de la Premier League inglesa.

-¿De que equipo vienes? –me preguntó un jugador moreno en mitad de mis ensoñaciones.

Mi propia respuesta me ubicó en la realidad. Venía de una preparatoria católica de clase media cuyo equipo siempre ocupaba en la liga Marcelino Champagnat de media tabla para abajo. Terminados los calentamientos jugamos un partido amistoso. Titulares contra suplentes. Nacho de inmediato me mandó con los suplentes, dijo querer ver cómo me desenvolvía en la cancha. Los suplentes utilizábamos unas casacas duras y rasposas como lijas. Me coloqué en la media de contención. Ignoro por qué. Toda mi vida jugué de defensa central atrasado. O adelantado, y eso, rarísimas veces. Siempre fui defensa. El último de la cancha antes del portero. Aquello fue un impulso. Quise experimentar la sensación de jugar en la media cancha. Desde luego, tirando más a labores destructivas que creativas. Ahora que lo pienso, puede que mi decisión de no jugar en una posición que supuestamente dominaba fue para evitar enfrentarme mano a mano con el negrote camerunés que jugaba en la delantera. Mi sentido de supervivencia me alertó a no quedar como un pobre diablo a su lado.

Comenzó el partido, los primeros cinco minutos no toqué la bola. Me dediqué a flotar en media cancha. Y luego pasaron otros cinco minutos más y tampoco toqué la pelota. Pese a lo que creía, que los extranjeros del equipo correrían como gamos, no fue así. Tanto Bertotti como Basilis, los dos argentinos, y Casciari, uruguayo, flotaban como espíritus errantes por toda la cancha. Se deslizaban lentamente por el campo. Sin ninguna prisa. Tocaban lateralmente. Toques de balón verticales, la mayoría de las veces hacia su propio campo. Luego, como si la pelota fuera una granada de tiempo, se desentendían de ella lanzándola desde su mitad de la cancha hasta nuestra área, pelotazos que siempre terminaban cortando nuestros dos defensas centrales. Un par de indios, posiblemente del bajío o quizás de la Sierra Tarahumara. Agradecí no haber dicho que jugaba como defensa central, de lo contrario, seguro que se me fracturaba el cráneo de tantos cabezazos.

Cuando hubo terminado el partido, un aburridísimo cero a cero, se podría decir que toqué dos veces el balón en todo el juego. El primero, un pase errado del equipo rival que cayó por torpeza de Bertotti en mis pies, que de inmediato me deshice tocándolo al jugador más próximo. El otro fue un balón que me entregó un compañero en un saque de banda, el cual pasé en el acto a un defensa al presentir una peligrosa sombra negra a mis espaldas. Al voltear, el camerunés caminaba en la banda contraria de la cancha como si fuera un antílope aburrido pastando en el Serengueti.

Así transcurrió la primera semana. Sin sobresaltos aparentes. Salvo que mi piel empezó a tomar un color rojo escarlata. El doctor dijo que eran síntomas de insolación. Me volví adicto a las aspirinas. Tomaba de 6 a 8 pastillas diarias para poder soportar la migraña que me atacaba bajo el inclemente sol de los entrenamientos. Pero el sol ni por asomo era un tormento equiparable a las lúgubres mazmorras de los vestidores. Terminando de entrenar, nos dirigíamos allí, y en el acto, todos se desnudaban de la forma más grotesca. Por lo general los jugadores sólo se despojaban de sus pantaloncillos como si fueran personajes animados de Hanna-Barbera. Y así, con sus partes íntimas al descubierto se sentaban abiertos de patas (con sus calcetas y zapatos de fútbol puestos) en los bancos de concreto, con sus huevotes peludos reposando en la superficie tibia.

El horror se presentó cuando me dijeron que debía ducharme. Me negué rotundamente. Dije que tenía que irme a la escuela, que no tenía tiempo para duchas. Por suerte no me insistieron. Salvo el uruguayo Casciari, que de inmediato me arropó como a una especie de sobrino.

-Tranqui, Ro: la porongo del morocho no es de este mundo –dijo señalando a Tataw que estaba bajo unos chorritos de agua que apenas salían de la regadera-, el resto somos normales.

Me reí con una mueca descompuesta, pero lo hice más por compromiso que por otra cosa, o mejor dicho para no dejar al descubierto mi asombro. En efecto, la verga del negro era tan larga que si llegaba a caérsele el jabón al piso (un piso asqueroso, lleno de verdín), al agacharse a recogerlo corría el riesgo de dejar su kilométrica masculinidad atorada en el desagüe putrefacto.

Luego llegó la segunda y última semana de entrenamiento. Al menos para mí y para el africano. Mi situación seguía sin estar clara. No tenía idea de por qué estaba entrenando con los Venados. Papá, con una sonrisa en el rostro, orgulloso de mí, se limitaba a llevarme y traerme de los entrenamientos, sólo diciéndome que siguiera entrenando duro. Lo único que logré sacarle fue que un amigo suyo (sospecho el gordo parecido a un puerco rosa) era representante de algunos jugadores.

El partido de titulares contra suplentes seguía cero a cero, y mi promedio de toques de balón seguía siendo de dos por partido. Entonces llegó el fatídico tiro de esquina. Ese que describieron escandalosamente en todos los periódicos de la ciudad con encabezados como “Tataw fuera el resto de la temporada” o “Venados jugará la liguilla sin su goleador” o “Venados en graves problemas”.

Yo no tuve nada que ver. Lo juro. Sólo estuve en el lugar y momento equivocado de la cancha.

-Güero, cubre a Tataw –me dijo Ruiz, un veracruzano bastante jacarandoso que salió detrás de la portería a cambiarse los zapatos, desentendiéndose de marcar al africano.

Por mi cabeza atravesaron las escenas más terribles. El negro rematando un certero cabezazo al fondo de las redes gracias a mi deficiente marcación de niño de escuela católica y Nacho en medio de gritos echándome del estadio por incompetente. Decidí impedirlo, pegándome muy de cerca a él. Aunque no mucho, apestaba agrio. Luego recordé su verga interminable, así que me coloqué a sus espaldas, dándole toda posibilidad para que rematara justo como había imaginado. Basilis cobró el tiro de esquina por la banda derecha. Un centro elevado y suave, por fortuna, pensé al ver aquella pelota flotar como un globo perezoso y errante, y más al oír el grito de nuestro portero que decía, mía, y ver de reojo cómo brincaba justo delante del negro y de mí. Ambos (Tataw y yo) habíamos brincado, creo, por mero compromiso, para que se viera que no dejábamos por perdido ningún balón. Entonces ocurrió la desgracia. El portero ya con el balón en su poder, en vez de despejar rápidamente para tomar a nuestros rivales en contragolpe, agitó desesperado la mano llamando al doctor del equipo. Éste, un hombre rechoncho y de bigotito como Mario Bros, atravesó la cancha con dificultad cargando un botiquín.

Tataw se sujetaba la rodilla derecha con ambas manos, retorciéndose de dolor.

-¿Qué pasó? –me dijo un jugador del equipo de los titulares.

-No sé, no vi –dije sorprendido, viendo como todos se me quedaban mirando como si fuese yo el culpable de la tragedia.

El ambiente se enrareció. El único sonido dentro de la chancha que se escuchaba eran los chillidos del negro. Se lo llevaron en una camilla a los vestidores. El entrenador dijo que no pasaba nada, que siguiera el partido, pero era evidente que sí pasaba algo, su rostro se transfiguró (aún un poco más) y sus ojos negros presagiaban lo peor. El resto del partido siguió sin incidencias. De hecho todos seguimos jugando pero en realidad nuestras cabezas estaban rememorando una y otra vez las muecas de dolor de Tataw. Sobre todo yo, que no sé porqué pero me sentía el directo responsable de su lesión, muy a pesar de que no lo había tocado siquiera. Pero la forma en que me miraba el entrenador y otros jugadores me convertía sin duda alguna en el chivo expiatorio.

Terminado el partido, todos nos fuimos a los vestidores, como siempre. Emmanuel Tataw no estaba. Nos dijeron que se lo habían llevado al hospital a hacerle unas resonancias magnéticas a su rodilla.

Al día siguiente, apareció la fatídica noticia en los periódicos que seguramente más de un aficionado a los Venados recuerda con desazón. Al llegar al entrenamiento, Nacho Jiménez me llamó y me dijo que no era necesario que me cambiara. Dijo que me esperaba para el próximo torneo. Desde el inicio. Ahora no veía caso que siguiera entrenando pues los registros de jugadores estaban cerrados desde hacía un par de meses. Palmoteó mi espalda, y eso fue todo. Así terminó mi experiencia como jugador en un equipo profesional.

No regresé al siguiente torneo. Ese mismo año, los Venados, sin el africano, se fueron a pique y los eliminaron en la primera ronda de la liguilla. Decepcionado, el dueño del equipo vendió el club a una ciudad fronteriza del norte del país.


Noticias futboleras


Por primera vez en la historia de nuestro país, un diputado abrió la boca para exigir algo sensato: la comparecencia de Javier Aguirre ante la Gran Cámara de Diputados.




Eric Rubio (secretario de la comisión de Comunicaciones de la Cámara de Diputados).


"Puede ser una propuesta 'folclórica', pero a alguien tiene que responderle ese señor (Aguirre) en un asunto que interesa a todos los mexicanos… Deberá responder por qué alineó a su consentido Blanco, por qué sacó de la cancha a Guardado y no metió como titular al Chicharito Hernández".


Por si les quedaba alguna duda, nuestros diputados son la voz del pueblo, siempre velando por nuestras mayores preocupaciones.


Leer noticia AQUÍ.




Quien no ha perdido el tiempo amargándose la vida con las locuras de Javier Aguirre en Sudáfrica, es Mohamed Morales Álverez, dueño de los Tiburones Rojos del Veracruz, quien este año ha decidido formar un trabuco para lograr el ascenso a la Primera División del fútbol mexicano. Además de contratar a Kikín Fonseca y otras ex luminarias del pasado, requirió de los servicios de la cantante Belinda a quien intentó fichar a cambio de un Porsche, joyas, relojes y un deposito de un millón 400 mil pesos.

De camino al aeropuerto, Mohamed Morales le dijo a Belinda:

-Dame un beso.

-No, no –respondió horrorizada la cantante y acto seguido interpuso una denuncia ante la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal.


Leer noticia AQUÍ.

miércoles, 23 de junio de 2010

Bayly opina (de nuevo) sobre la selección de México




El lunes pasado Jaime Bayly escribió en su columna de Perú 21 la segunda parte de sus crónicas del Mundial de Sudáfrica. Esto fue lo que dijo de los jugadores mexicanos:


“Ribéry quiso espantar a los mexicanos con su cara espeluznante, pero los mexicanos son mucho más feos y por eso Ribéry se empequeñeció, se asustó, nunca había visto a once más horrendos que él. Porque los mexicanos son feos y con chili bien picante. Desde el arquero hasta el tal Cuauthémoc, son feos como una patada en los genitales, feos como un enema con vuvuzuela. Por eso perdió Francia. Porque lo que parecía imposible ocurrió: que Ribéry con su cara terrorífica no asustara al equipo rival y pareciera Paris Hilton al lado de la bestial fealdad mexicana…”.


Jaime, veo que leíste el mail que te envíe en respuesta a
tu primera crónica mundialista. Gracias, hermanito, pero no te pases, tan feos no somos, y para muestra te dejo un par de bombones (con pelota y sin pelota) y un chicharito, digo, para que dejes de suspirar un ratito con el número 3 danés, Simon Kjaer:






¿Te quedaste con hambre? Tranquilo, Jaime, ahora te dejo a mi decena titular (no te pongo once para que no te indigestes).


En la portería:




En la defensa:




Volantes:





Y para que veas que ofensivos somos, 3 delanteros:






Aguas y le damos un susto a Carlitos Tévez y a toda la albiceleste.

Las caderas de Shakira no mienten




Como Colombia no fue al Mundial de Sudáfrica, Shakira decidió vengarse de todos los africanos.

-Shakira, échate una canción para que los negritos bailen –le dijo Joseph Blatter cargando un maletín lleno de euros.

Shakira meneó afirmativamente su melena peliteñida de Carlitos Valderrama, y aceptó el maletín que le entregó el suizo muy a pesar de que pocas ganas tenía de ponerse a escribir una canción que hablara de fútbol.

¿Qué hago?, pensó.

Tamborileó los dedos sobre la mesa durante unos segundos, luego, exclamó:

-¡Ya sé!

Shakira desempolvó la BETAMAX del armario de sus papás y puso este video para inspirarse.


Nunca antes una canción tuvo tanta verdad en su letra. Tanto presagio. Tanta profecía. Tanta mala leche.

Primero Sudáfrica, luego Nigeria y después Argelia (aunque estos no son negros).




Hace unos minutos también perdió Ghana, aunque claro, al llamarse Ghana era imposible que quedaran fuera en la primera ronda.


La suerte de los amantes de Charly




Hasta el minuto 91 la selección de Eslovenia estaba corriendo la misma buena suerte de México: calificar a octavos de final pese a perder 1 a 0 el último partido de grupo.

Hasta que pensé:




¿Acaso la camiseta de los eslovenos no es sospechosamente parecida a la de Charlie Brown?




Terminado mi pensamiento, ocurrió esto:



Gol de Landon Donovan. Minuto 91.



No cabe la menor duda que una selección que se viste como el dibujo animado con la peor mala leche del mundo, no podía tener otro desenlace.

martes, 22 de junio de 2010

El otro Guille, la misma frase.

¡El increíble GUILLE!





Guillermo era un afable futbolista que se vestía de rosa.



“Ash, che, en el bolso llevo la albiceleste”.


Hasta que un día tuvo un horrible accidente:



"¡aaaaaaaaaaaaaaaaaah!"


Entonces, un científico loco salió en auxilio de Guillermo.




Después de una larga operación, Guillermo regresó a las canchas.
Lástima que nada volvería a ser igual.



“Uuuuuuuuuy, algo me pasa”




“¿Qué tendré?”



“¿Qué me sucede?”



“Grrrrrrrrrrrr”



“Es esta puta remera verde de mierda”



“Debo quitármela…”



“antes de que…”



“sea…”



“demasiado…”



“tarde”




“!Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!”


Guillermo se convirtió en ¡El Increíble Guille!




O tal vez no.

Q.E.P.D


Cero y van dos en Sudáfrica.




“Jamás hablaré de fútbol. Juan Villoro ha dicho que Dios es una pelota. En este caso específico soy ateo... Quizá cinco segundos antes de morir comprenda de qué se trata y me llevaré ese secreto para mí en una tumba esférica”.

- Carlos Monsiváis (4 mayo 1938 – 19 junio 2010).



Fragmento de
Últimos goles de Juan Villoro:


Carlos odiaba el fútbol. Una de las razones para escribir del tema es que se trataba de uno de sus pocos vacíos intelectuales. Le gustaba contar el momento en que le preguntaron sobre la “crisis de los penales”. El entrevistador se refería a nuestra atávica incapacidad de solventar la pena máxima en el fútbol. Pero él creyó que le hablaban de los problemas en las cárceles: “En los penales hay demasiado hacinamiento y eso provoca motines”, respondió.