DESLINDE DE RESPONSABILIDADES
Los seres humanos apelamos a las circunstancias cuando queremos librarnos un poco de las responsabilidades. “Es que soy huérfano”, “No choqué, me chocaron”, “Estaba borracho la primera vez que la besé”. No son meros pretextos. Ves a las personas y no puedes negar que hay algo de verdad en sus palabras, incluso cuando encuentras a un tipo metido en tu carro que, a las dos de la mañana, te dice: “No lo tomes como algo personal, es que he tenido una semana muy difícil”.
Algo sucede con el mundo que nadie quiere aceptar su ración de responsabilidad. “Lo estaba diciendo de broma”, se justificó una compañera de la carrera cuando una delegación de la escuela se desvió a Palenque a petición suya y nos asaltaron en el camino. “Yo creí que de verdad se les había descompuesto el carro”, pretextó el chofer por haberle dado parada a un par de sujetos que parecían extras de “El fiscal de hierro III”.
Los mexicanos nos hemos vuelto expertos en dar explicaciones que nos eximan de culpa alguna. Si no fue el pasto de la cancha fue la desaceleración de Estados Unidos o el cambio climático o la Halliburton. Como afirman los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano: “Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo”.
Nada como un choque para constatar el fenómeno. Ves a los implicados y te das cuenta de que las evidencias no cuentan tanto como la convicción con la que los conductores niegan todo. Eso me pasó con un amigo, a quien un taxista quiso ganarle paso la otra noche.
“Compa”, le dijo el ruletero, mientras calculaba en pesos el daño en el guardabarros, “la ley es muy clara, el de la izquierda tiene la preferencia”.
De inmediato llamó por radio a otros seis taxistas como si la verdad proviniera de quién convocara a más gente y sólo hasta que llegó el perito en tránsito las cosas pudieron ponerse sobre la mesa:
“Estaba usted tomando una calle en sentido contrario”, dijo el oficial. Aún así el ruletero le pidió un reglamento de vialidad que especificara por qué eso era una falta.
NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES
Por siglos hemos considerado el encontrarse objetos valiosos como signo de buena suerte. Un billete de 200 pesos no tiene más dueño que alguien con estupenda graduación, capaz de distinguir la cara de Sor Juana de cualquier hoja seca en el parque. Pero eso es comprensible, el dinero en realidad es de nadie, hoy está en nuestras manos, mañana en las del vendedor de piratería. No sucede lo mismo con los celulares, por ejemplo, cuya capacidad para concentrar datos esenciales a través de fotos, canciones, videos y números telefónicos los ha convertido en una especie de cédula de identidad. Son nuestra credencial a modo. Lo indignante de los móviles no devueltos proviene precisamente de que tienen todo para que la gente los regrese, pero raramente eso sucede.
Esta semana hice un conteo informal de cuántos de mis conocidos habían perdido su celular sin recuperarlo y cuántos tenían un celular de dudosa procedencia. La cantidad era abrumadora.
“No me mires así, no soy ningún delincuente”, me replicó un amigo, “además le regalé el celular a mi hermana para sus quinceaños”.
“¿Y qué hiciste con esas fotos en lencería que tenía?”, comentó alguien.
“¿Artistas, modelos o algo así?”, pregunté inocentemente.
“Nop”, dijo mi amigo, “fotos de la auténtica dueña del celular. Por supuesto que las borré, no iba a dejar que mi hermana viera todo eso”.
Alguien carraspeó mientras decía: “Ajá”.
“Bueno, ya”, respondió mi amigo y nos mostró todo el porno amateur que había copiado a su propio teléfono.
¿Cuál es el motor que impulsa a la gente a quedarse con aquello que no es suyo? Creo que nuestra anuencia o la de las circunstancias. Si somos capaces de extraviar las cosas o confiar en tipos como ellos, nos merecemos esos saldos en contra. Además, la gran mayoría de las personas no se siente un ladrón por no devolver las cosas. Hay amnesia, mala suerte, una mudanza, todo, menos mala voluntad. Ayer, coincidí en la fila del cajero con un ex compañero a quien le había prestado seis libros de Borges, hace muchos años para su tesis.
“Qué tal, cómo te pinta la vida”, me dijo.
“Nada, sobreviviendo como todos”.
Salió del cajero sin despegar siquiera la vista de su saldo de débito: “Ah, estos banqueros son unos verdaderos forajidos”, dijo. A paso veloz se marchó por la acera sin despedirse.
EL NEGOCIO DE TU VIDA
La última regla empresarial es “si un producto no hace daño entonces es benéfico”. Con esa premisa, un tipo me explicaba en el café cómo obtener ganancias por 20 mil pesos mensuales haciendo empresarias a otras personas, a través de un producto de mangostán que no sabía si servía para algo, pero que por lo menos no había reportado muerto alguno en los dos años de haberse empezado a distribuir.
“Entre más gente metas al negocio, más ganas. Lo verdaderamente importante no es el producto sino la red de empresarios que vamos a conformar”, me decía.
“¿Pero qué es esto, una medicina, una vitamina, un complemento alimenticio?”, le pregunté.
“Eso. Un complemento”.
Ahora a cualquier cosa salida de una pulpa podía llamársele “complemento”.
Se trataba, por supuesto, de una estafa, pero el joven emprendedor delante de mí era incapaz de verla. Había desviado la premisa esencial del comercio (alguien compra lo que otro vende) y la había convertido en un juguete monstruoso (“Con este sistema consumes y te pagamos sólo por recomendarnos. Y si esa gente a la que nos recomendaste prosigue la cadena, ganamos todos. No es nada ilegal, te lo aseguro, pero si no aceptas júrame que no reconocerías mi cara en un retrato hablado, ¿estamos?”).
Ofrecer un comestible de dudosa salubridad, para mí era lo reprochable; rechazar un sistema tan ventajoso para hacerse de dinero era para él lo incomprensible.
Dejé ir, según el promotor, la oportunidad más grande de mi vida.
“Por gente como tú, este país no avanza”, dijo.
“Eso”, pensé.
Golpeó la taza de café con la cuchara y me miró. Tenía el semblante cansado de quien ya compró tres cajas de mangostán y ahora no sabe qué diablos hacer con ellas.
Los seres humanos apelamos a las circunstancias cuando queremos librarnos un poco de las responsabilidades. “Es que soy huérfano”, “No choqué, me chocaron”, “Estaba borracho la primera vez que la besé”. No son meros pretextos. Ves a las personas y no puedes negar que hay algo de verdad en sus palabras, incluso cuando encuentras a un tipo metido en tu carro que, a las dos de la mañana, te dice: “No lo tomes como algo personal, es que he tenido una semana muy difícil”.
Algo sucede con el mundo que nadie quiere aceptar su ración de responsabilidad. “Lo estaba diciendo de broma”, se justificó una compañera de la carrera cuando una delegación de la escuela se desvió a Palenque a petición suya y nos asaltaron en el camino. “Yo creí que de verdad se les había descompuesto el carro”, pretextó el chofer por haberle dado parada a un par de sujetos que parecían extras de “El fiscal de hierro III”.
Los mexicanos nos hemos vuelto expertos en dar explicaciones que nos eximan de culpa alguna. Si no fue el pasto de la cancha fue la desaceleración de Estados Unidos o el cambio climático o la Halliburton. Como afirman los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano: “Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo”.
Nada como un choque para constatar el fenómeno. Ves a los implicados y te das cuenta de que las evidencias no cuentan tanto como la convicción con la que los conductores niegan todo. Eso me pasó con un amigo, a quien un taxista quiso ganarle paso la otra noche.
“Compa”, le dijo el ruletero, mientras calculaba en pesos el daño en el guardabarros, “la ley es muy clara, el de la izquierda tiene la preferencia”.
De inmediato llamó por radio a otros seis taxistas como si la verdad proviniera de quién convocara a más gente y sólo hasta que llegó el perito en tránsito las cosas pudieron ponerse sobre la mesa:
“Estaba usted tomando una calle en sentido contrario”, dijo el oficial. Aún así el ruletero le pidió un reglamento de vialidad que especificara por qué eso era una falta.
NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES
Por siglos hemos considerado el encontrarse objetos valiosos como signo de buena suerte. Un billete de 200 pesos no tiene más dueño que alguien con estupenda graduación, capaz de distinguir la cara de Sor Juana de cualquier hoja seca en el parque. Pero eso es comprensible, el dinero en realidad es de nadie, hoy está en nuestras manos, mañana en las del vendedor de piratería. No sucede lo mismo con los celulares, por ejemplo, cuya capacidad para concentrar datos esenciales a través de fotos, canciones, videos y números telefónicos los ha convertido en una especie de cédula de identidad. Son nuestra credencial a modo. Lo indignante de los móviles no devueltos proviene precisamente de que tienen todo para que la gente los regrese, pero raramente eso sucede.
Esta semana hice un conteo informal de cuántos de mis conocidos habían perdido su celular sin recuperarlo y cuántos tenían un celular de dudosa procedencia. La cantidad era abrumadora.
“No me mires así, no soy ningún delincuente”, me replicó un amigo, “además le regalé el celular a mi hermana para sus quinceaños”.
“¿Y qué hiciste con esas fotos en lencería que tenía?”, comentó alguien.
“¿Artistas, modelos o algo así?”, pregunté inocentemente.
“Nop”, dijo mi amigo, “fotos de la auténtica dueña del celular. Por supuesto que las borré, no iba a dejar que mi hermana viera todo eso”.
Alguien carraspeó mientras decía: “Ajá”.
“Bueno, ya”, respondió mi amigo y nos mostró todo el porno amateur que había copiado a su propio teléfono.
¿Cuál es el motor que impulsa a la gente a quedarse con aquello que no es suyo? Creo que nuestra anuencia o la de las circunstancias. Si somos capaces de extraviar las cosas o confiar en tipos como ellos, nos merecemos esos saldos en contra. Además, la gran mayoría de las personas no se siente un ladrón por no devolver las cosas. Hay amnesia, mala suerte, una mudanza, todo, menos mala voluntad. Ayer, coincidí en la fila del cajero con un ex compañero a quien le había prestado seis libros de Borges, hace muchos años para su tesis.
“Qué tal, cómo te pinta la vida”, me dijo.
“Nada, sobreviviendo como todos”.
Salió del cajero sin despegar siquiera la vista de su saldo de débito: “Ah, estos banqueros son unos verdaderos forajidos”, dijo. A paso veloz se marchó por la acera sin despedirse.
EL NEGOCIO DE TU VIDA
La última regla empresarial es “si un producto no hace daño entonces es benéfico”. Con esa premisa, un tipo me explicaba en el café cómo obtener ganancias por 20 mil pesos mensuales haciendo empresarias a otras personas, a través de un producto de mangostán que no sabía si servía para algo, pero que por lo menos no había reportado muerto alguno en los dos años de haberse empezado a distribuir.
“Entre más gente metas al negocio, más ganas. Lo verdaderamente importante no es el producto sino la red de empresarios que vamos a conformar”, me decía.
“¿Pero qué es esto, una medicina, una vitamina, un complemento alimenticio?”, le pregunté.
“Eso. Un complemento”.
Ahora a cualquier cosa salida de una pulpa podía llamársele “complemento”.
Se trataba, por supuesto, de una estafa, pero el joven emprendedor delante de mí era incapaz de verla. Había desviado la premisa esencial del comercio (alguien compra lo que otro vende) y la había convertido en un juguete monstruoso (“Con este sistema consumes y te pagamos sólo por recomendarnos. Y si esa gente a la que nos recomendaste prosigue la cadena, ganamos todos. No es nada ilegal, te lo aseguro, pero si no aceptas júrame que no reconocerías mi cara en un retrato hablado, ¿estamos?”).
Ofrecer un comestible de dudosa salubridad, para mí era lo reprochable; rechazar un sistema tan ventajoso para hacerse de dinero era para él lo incomprensible.
Dejé ir, según el promotor, la oportunidad más grande de mi vida.
“Por gente como tú, este país no avanza”, dijo.
“Eso”, pensé.
Golpeó la taza de café con la cuchara y me miró. Tenía el semblante cansado de quien ya compró tres cajas de mangostán y ahora no sabe qué diablos hacer con ellas.
3 comentarios:
Muy bueno, Respecto a "No se adeptan devoluciones" estamos a años luz de ser un país civilizado y devolver lo que no es nuestro. Pondré 2 ejemplos:
1. En China hay cientos de paraguas en las estaciones del metro. Cuando llueve, cualquier persona puede tomar uno para irse a su casa o trabajo. Al otro día, las personas regresan a la estación y dejan el paraguas que tomaron el día anterior. Ahh, y eso, sin ticket, sin vale de salida, sin depósito, etc.´
2. Carlos Kasuga, mexicano de nacimiento y chino de ascendencia, empresario mexicano dueño de Yakult, hizo una apuesta pública en dónde apostaba que si en China, dejaba un billete de alta denominación en un pantalón, lo lleva a la tintorería, al otro día le regresan su pantalón lavadito y con el billete intacto.
Mussgo
Por cierto, los seleccionados nacionales son un buen ejemplo de cómo reaccionamos ante las adversidades, o mejor dicho, cuando la cagamos, por ejemplo, cuando fallan un penalti. “Chinga su madre”, dicen en un 99%.
¿Por qué mejor no dicen, chingo a mi madre? La madre chingada nunca es la propia. Nunca.
Pero el que se llevó las palmas fue aquel seleccionado apellidado Rodríguez (no me acuerdo de su nombre, era uno de bigotito idéntico a un albañil que jugó en Santos y Toluca), que al fallar penales en eventos consecutivos (creo que uno fue en un Mundial y luego en la Copa América), dijo: “¿Otra vez?”
Definitivamente esa estampa es inmortal porque el infeliz miraba al cielo buscando una explicación con la virgencita de Guadalupe. Tal vez si hubiera entrenado un poco más México tendría un par de trofeos en sus vitrinas y millones de pobres creerían que son campeones del mundo y por ende personas muy felices.
Rodrigo, me cuesta trabajo reconocer al jugador que mencionas. Todos tienen fachas de albañiles. Más en equipo de Toluca y santos.
Mussgo
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