En estos momentos hay por lo menos una veintena de señores que parecen ya estar en precampaña. Si no es que son acusados por otros partidos de usar su cargo público para hacerse publicidad, es que salen apadrinando a cuanto egresado sin dinero se deje. Si el político cumple la siguiente fórmula (Mayor generosidad + Mayor elocuencia + Mejor ropa + Sospechoso adelgazamiento + Menor tiempo en el trabajo) es indudable que se anda promoviendo. Todo mundo sabe que el proselitismo se ha vuelto algo muy caro, sobre todo porque los partidos aún no se han sentado a regularlo. Finalmente se trata de un cortejo cuyo principio y fin son difíciles de determinar y aunque hablemos de reglas claras para ese noviazgo que son las campañas y ese matrimonio que es el servicio público, el coqueteo con que inicia todo sigue siendo un tanto difuso y no menos engañoso.
Pero ajustémonos a lo importante: el dinero. El centro de cualquier acusación política es que un funcionario use parte del erario público para fines proselitistas. No que aparezca demasiadas veces delante de los reflectores, ni que regale despensas a ancianos adorables, mientras les besa la frente o que termine cargando niños que le llaman “tío”. Es la procedencia de esa generosidad, de ese repentino amor por sus semejantes, la que nos inquieta; es su preocupación por ser caritativos en horas laborales lo que se vuelve sospechoso.
¿Qué hacer con los precandidatos? Entre que hacen su trabajo y se sirven de él, la política se va volviendo un juego donde el chiste es no aparecer difuminado, como Santiago Creel en Noticieros Televisa. Hay que estar siempre en boca de todos, ser un nombre popular, cumplir aunque sea el papel del “malo por conocido” en la boleta electoral, entrometerse en cualquier conflicto, opinar sobre todos los temas, reunir a una centena de cuarentones y publicitar que ellos “por iniciativa propia” nos piden contender por una candidatura. Estar simplemente ahí, ésa es la consigna. Como jubilados del IMSS, aparecernos cada mes para demostrar que aún seguimos vivos.
Uno se pregunta si eso no nos sale muy caro a los contribuyentes. Si los precandidatos quieren estar en los medios, en lugar de restringirles el acceso lo mejor sería abrirles el espacio, pero no sólo a los programas noticiosos sino a toda la programación. ¿Qué quiero decir con esto? Que sería provechoso reunir a todos los precandidatos, encerrarlos en una casa y hacerlos interactuar por semanas enteras en una reality show que se llamaría The Big Finger.
Tomemos esta idea en serio. La propuesta disminuiría los gastos de una precampaña al mínimo posible y ofrecería asimismo la mayor transparencia para comicios internos. Para abaratar costos, se eliminarían los procesos preliminares de selección; es decir, que a este reality entraría cualquier persona en condiciones de aspirar a un puesto de elección popular. Nada de castings, nada de candidatos de unidad o golpes bajos para decir que tal o cual sujeto en realidad nació en Portugal, pero tiene cuatro años viviendo en el estado. Igualmente, como todos tendrán el mismo tiempo de exposición en pantalla la equidad está garantizada. Sólo quedarán excluidos aquellos partidos que en realidad nunca hayan tenido a nadie a quien postular y en cada votación sólo se dediquen a parasitar a otros partidos.
La mecánica del reality es muy sencilla. Cada instituto político tendrá destinado, en lugar de una cantidad del presupuesto, cierto número de días para efectuar su propio Big Finger. Tomaremos los porcentajes de votación del 2006 para determinar el tiempo que merece cada partido en televisión.
La casa donde recluiremos a todos los precandidatos estará equipada con 40 cámaras y 50 micrófonos (cortesía del Cisen), a fin de seguir de cerca a cada aspirante. A través de dinámicas y nominaciones, los políticos se irán eliminando uno a uno y serán las votaciones telefónicas de los afiliados al partido (o las mesas de consulta del FAP) las que determinen al candidato, pues será el último que permanezca en la casa del Big Finger. Como no hay presupuesto para pagar la transmisión de 24 horas de programa en algún sistema satelital, se usará el canal del Congreso y los tiempos oficiales en televisión abierta pero sólo para los días de expulsión.
El Big Finger tiene la ventaja de mostrar a los electores el desenvolvimiento de cada precandidato en un ambiente absolutamente político: cómo se comporta ante un complot para expulsarlo, cómo trabaja en equipo con personas a las que desearía ver desterradas en alguna selva guatemalteca, qué métodos aplica para dejar a los demás fuera de la competencia, de qué manera habla en la vida real y sin los discursos escritos por sus ex compañeros de licenciatura, cómo cocina (me pregunto si el electorado confiaría en alguien a quien se le salara la arrachera) y si en verdad fue pobre alguna vez como dice su currículum. Es en el tedio cotidiano donde todos los políticos se muestran tal cual son, no en los trípticos, no en los mítines, no en las entrevistas.
¿Que durante todos esos días de encierro los precandidatos abandonarán sus labores en curules, regidurías, delegaciones, etcétera? Qué importa. De todos modos no hacían mucho ahí y como sucede con los hijos, quizás no hagan nada por tres semanas pero por lo menos sabremos dónde estuvieron todo ese tiempo.
Pero ajustémonos a lo importante: el dinero. El centro de cualquier acusación política es que un funcionario use parte del erario público para fines proselitistas. No que aparezca demasiadas veces delante de los reflectores, ni que regale despensas a ancianos adorables, mientras les besa la frente o que termine cargando niños que le llaman “tío”. Es la procedencia de esa generosidad, de ese repentino amor por sus semejantes, la que nos inquieta; es su preocupación por ser caritativos en horas laborales lo que se vuelve sospechoso.
¿Qué hacer con los precandidatos? Entre que hacen su trabajo y se sirven de él, la política se va volviendo un juego donde el chiste es no aparecer difuminado, como Santiago Creel en Noticieros Televisa. Hay que estar siempre en boca de todos, ser un nombre popular, cumplir aunque sea el papel del “malo por conocido” en la boleta electoral, entrometerse en cualquier conflicto, opinar sobre todos los temas, reunir a una centena de cuarentones y publicitar que ellos “por iniciativa propia” nos piden contender por una candidatura. Estar simplemente ahí, ésa es la consigna. Como jubilados del IMSS, aparecernos cada mes para demostrar que aún seguimos vivos.
Uno se pregunta si eso no nos sale muy caro a los contribuyentes. Si los precandidatos quieren estar en los medios, en lugar de restringirles el acceso lo mejor sería abrirles el espacio, pero no sólo a los programas noticiosos sino a toda la programación. ¿Qué quiero decir con esto? Que sería provechoso reunir a todos los precandidatos, encerrarlos en una casa y hacerlos interactuar por semanas enteras en una reality show que se llamaría The Big Finger.
Tomemos esta idea en serio. La propuesta disminuiría los gastos de una precampaña al mínimo posible y ofrecería asimismo la mayor transparencia para comicios internos. Para abaratar costos, se eliminarían los procesos preliminares de selección; es decir, que a este reality entraría cualquier persona en condiciones de aspirar a un puesto de elección popular. Nada de castings, nada de candidatos de unidad o golpes bajos para decir que tal o cual sujeto en realidad nació en Portugal, pero tiene cuatro años viviendo en el estado. Igualmente, como todos tendrán el mismo tiempo de exposición en pantalla la equidad está garantizada. Sólo quedarán excluidos aquellos partidos que en realidad nunca hayan tenido a nadie a quien postular y en cada votación sólo se dediquen a parasitar a otros partidos.
La mecánica del reality es muy sencilla. Cada instituto político tendrá destinado, en lugar de una cantidad del presupuesto, cierto número de días para efectuar su propio Big Finger. Tomaremos los porcentajes de votación del 2006 para determinar el tiempo que merece cada partido en televisión.
La casa donde recluiremos a todos los precandidatos estará equipada con 40 cámaras y 50 micrófonos (cortesía del Cisen), a fin de seguir de cerca a cada aspirante. A través de dinámicas y nominaciones, los políticos se irán eliminando uno a uno y serán las votaciones telefónicas de los afiliados al partido (o las mesas de consulta del FAP) las que determinen al candidato, pues será el último que permanezca en la casa del Big Finger. Como no hay presupuesto para pagar la transmisión de 24 horas de programa en algún sistema satelital, se usará el canal del Congreso y los tiempos oficiales en televisión abierta pero sólo para los días de expulsión.
El Big Finger tiene la ventaja de mostrar a los electores el desenvolvimiento de cada precandidato en un ambiente absolutamente político: cómo se comporta ante un complot para expulsarlo, cómo trabaja en equipo con personas a las que desearía ver desterradas en alguna selva guatemalteca, qué métodos aplica para dejar a los demás fuera de la competencia, de qué manera habla en la vida real y sin los discursos escritos por sus ex compañeros de licenciatura, cómo cocina (me pregunto si el electorado confiaría en alguien a quien se le salara la arrachera) y si en verdad fue pobre alguna vez como dice su currículum. Es en el tedio cotidiano donde todos los políticos se muestran tal cual son, no en los trípticos, no en los mítines, no en las entrevistas.
¿Que durante todos esos días de encierro los precandidatos abandonarán sus labores en curules, regidurías, delegaciones, etcétera? Qué importa. De todos modos no hacían mucho ahí y como sucede con los hijos, quizás no hagan nada por tres semanas pero por lo menos sabremos dónde estuvieron todo ese tiempo.
1 comentario:
Eduardo, me acaba de hablar el director general de Endemol, felicidades, parece que van aprobarán éste y el proyecto de Preven 48. Tú disparas las chelas en el cumple de Juanito.
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