viernes, 9 de diciembre de 2011

Reconstruyendo a papá


-Sólo los pendejos se mueren -decía papá con magnificencia, descaro y con un airecillo de semidios del Olimpo.

Mamá, aterrada, le decía que dejara de decir esas cosas, que todos nos íbamos a morir tarde o temprano, pendejos y no pendejos. Papá me miraba de reojo y se reía. Le gustaba asustar a mamá. Luego decía que su máximo sueño en la vida era comprar una avioneta y manejarla él solito hasta el Gran Cañón del Colorado y estrellarse contra una de sus montañas de roca.

-Deja de decir sandeces -le reprimía mamá.

Sin embargo, papá lo decía serio. Nada de mirarme de reojo y de sonreírme cómplice.

-Nunca te cases -decía-. El peor error de mi vida fue casarme.

Este último comentario lo hacía, por lo general, delante de mamá, lo cual me parecía una crueldad terrible.

-Gracias, ha sido un placer arruinarte la vida -decía mamá sin mostrar ni una sola emoción y luego se iba a la cocina a preparar la deliciosa comida de todas las tardes.



Papá decidió un día que había llegado el momento de que mi hermano y yo nos hiciéramos hombres, y para lograr tan noble empresa, compró un caballo.

-Desgraciada cantina donde se lo habrá ofrecido alguno de sus amigotes borrachos -reclamó mamá.

-Es para mis hijos -justificó papá su impulsiva compra.

El equino resultó ser un ejemplar albino de crines doradas.

-Anda, acarícialo -dijo papá-. No le tengas miedo, que puede olerlo.

Demasiado tarde. Fue terror a primera vista. La bestia del infierno me miraba con ojos enloquecidos y relinchaba cada que intentaba acercármele, o quizá era el comportamiento natural en un animal que de la noche a la mañana se vio rodeado trascabos, volquetes y otras máquinas pesadas.

Mamá me contó que la única vez que estuvo segura de que iba a morir fue gracias a un caballo que se desbocó, y de no ser por que era una jovencita robusta con fuerza de hombre hubiera salido disparada contra las rocas del rancho de su tío Andrés.

-Este caballo me lo recuerda mucho -dijo.

Papá jamás nos obligó a mi hermano y a mí a montar el caballo albino, o tal vez fuera que no le dio tiempo de convertir de una vez por todas en hombrecitos a sus retoños gracias a que su nueva adquisición amaneció tan tiesa como una barra de acero a los pocos días. Al realizarle la autopsia se descubrió que la dieta del infeliz animal consistió en todo tipo tuercas y tornillos y en una buena dosis de diesel que los mecánicos del taller vertían en su bebedero todas las mañanas para darle más caballos de fuerza.


* * *


Si el reloj marcaba las diez de la noche y las llantas del coche de papá no se oían chirriar contra el garaje, todos nos poníamos a temblar.

Durante un tiempo, los buenos tiempos, la mejor estrategia era apagar las luces de las habitaciones de la segunda planta y hacernos los dormidos. Si bien nos iba, papá amanecía dormido en una silla de la cocina. O tirado en mitad de la sala con un sándwich en la mano lleno de hormigas. Luego llegaron los tiempos malos. La crisis del ´94. Papá tuvo que cambiar su flamante auto último modelo por un volcho, y de ahí en adelante decidió que debía despertar a mamá para que le hiciera la cena como bien merecía un hombre que se rompía el lomo todo el día en una fábrica. Tenía dos métodos: uno, aventarle un almohadazo; el otro, levantarla a punta de insultos.

Una noche, pasadas las doce, escuchamos las llantas del volcho crujir sobre el garaje. Mamá nos pidió a mi hermano y a mí que nos quedáramos a dormir en su cuarto. Sólo yo accedí. Papá entró en la habitación, apreté con furia los parpados. Él encendió la luz y comenzó su ritual de palabrotas. Le regaló a mamá un repertorio de florituras dignas de un trailero. Ante este escenario, con mamá llorando sobre la cama, lo único que se me ocurrió fue abrir los ojos e ir a sentarme junto de ella y abrazarla. Y llorar como la hija que siempre quiso y finalmente tuvo, pero que dormía plácidamente en otra habitación.

-Vas a despertar a Bicho -dijo mamá en medio de sollozos.

-Cállate, pendeja -dijo papá aventando un cenicero que se hizo pedazos contra la cabecera de la cama-. Todo es tu culpa. Todo es tu pinche culpa.

Papá nunca le pegó a mamá, pero esa noche tuve mis dudas. Él se acercó a nosotros, mamá y yo llorando abrazados como unas magdalenas desamparadas, la sujetó del brazo y le volvió a decir:

-Todo es tu culpa, pendeja.

Los ojos desorbitados y llorosos de papá eran los de un borracho capaz de todo.

-Suéltala o te mato -dijo una voz en la habitación.

Era mi hermano. En pijama. Con su cuerpo de linebacker de los Acereros de Pittsburgh.

Papá ignoró a mi hermano como lo hizo conmigo. Como si nunca hubiera tenido hijos y ambos fuéramos unos fantasmas. Grave error. Mi hermano sujetó a papá por los brazos y lo empujó como un muñeco de trapo contra la pared.

Nunca supimos si papá se desmayó o se quedó dormido o simplemente fingió dormir o caer desmayado al perder su honor a manos de su primogénito. Fuera lo que fuera, mi hermano tomó de la mano a mamá y se la llevó a nuestro cuarto.

Apagué la luz del cuarto de mamá y en vez de irme con ella y mi hermano, subí a la azotea y me quedé allí preguntándome la madrugada entera qué demonios eran los que despertaba el alcohol dentro de ese señor que podía ser un ángel de día y un diablo de noche.



Un derrame cerebral sorprendió a papá en la lomita de pitcheo de la cancha de softball del Club Campestre al relevar a mi hermano luego de que al pobre le habían caído a palos desde muy temprano en la noche. Mamá y Bicho estaban en las tribunas, lo cual incrementó el horror. Faltaban pocos días antes de darle la bienvenida al cacareado milenio, lo cual lo hacía especial, al menos para papá y para millones de mexicanos, que esperaban con ansias, relamiéndose los bigotes, la entrada del nuevo Presidente de la República, que por primera vez en 71 años era uno que no pertenecía a la dictadura del PRI.

Todo esto ocurrió mientras yo me encontraba a cientos de kilómetros de casa; estaba en el DF y daba por sentado que era el hombre más feliz del mundo gracias a que papá me había pagado un boleto de avión para que fuera a visitar a mi primera novia, Paulina, psicóloga cinco años mayor que yo que conocí en las vacaciones de verano en Isla Mujeres. Gracias a Paulina descubrí mi vocación por las letras. Todas las noches en vez de hacer mis tareas de la universidad, me sentaba en la sala de la casa y me volcaba sobre mis libretas a componer toda suerte de poemas empalagosos, desbordados de miel, con una pasión y emoción que incluso superaba la emoción y pasión que sentía al pararme dentro de una cancha de fútbol.

-¿Mucha tarea? -preguntaba papá cuando llegaba sobrio a casa, muy orgulloso de ver a su hijo dedicado a las labores escolares.

-Sí -respondía con las mejillas coloradas intentando esconder mi vergüenza y las hojas de la libreta para que mi alma de escritor no fuera descubierta.


* * *


Papá agonizaba en la cama del hospital. Logré llegar a tiempo para verlo por última vez. Al entrar a la habitación quedé petrificado al observarlo conectado a una máquina. No parecía estar dormido. Tampoco muerto. Un par de enfermeras no me quitaron los ojos de encima. Tomé con vergüenza una de las manos de papá. Siempre había imaginado que de estar en una situación donde había que dar un discurso de despedida a algún ser amado, éste sería tan emotivo como los discursos que se decían en las telenovelas.

No fue así. Sostuve la mano de papá, tibia, porosas, de hombre trabajador, entre mis manos delicadas de señorita. Intenté concentrarme. Organizar mis ideas sobre el pib, pib, pib, de la maquina que indicaba que papá seguía aún con vida. Pensé en decirle muchas cosas: que fue un buen padre pese a sus innumerables borracheras, que lo amaba pese a todo, que fue un hombre ejemplar, recto, honorable, que era un borracho endiabladamente divertido cuando mamá no estaba a cien kilómetro a la redonda. Sin embargo, nada de eso me pareció tan importante o relevante en esos momentos como decirle que me perdonara por todas las veces que me vio en la sala desbordado sobre mis libretas, escribiendo supuestas tareas que me marcaban mis profesores para que un día fuera un flamante administrador de empresas que pudiera recuperar su fortuna dilapidada. Intenté confesarle que era un fraude. Que lo único que me importaba en la vida era crear mundos paralelos. Todo eso quise decirle de no ser por el bip, bip, bip, biiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiip de la maquina.


* * *


Papá no era un pendejo pero igual se murió. No lo hizo a lo grande como en sus sueños, es decir, estrellando una avioneta en el Gran Cañón del Colorado (nunca supe por qué eligió el Gran Cañón como sepultura en sus mortuorias fantasías) pero al menos se tomó la molestia de hacerlo rodeado de su esposa y sus tres hijos.

Papá padecía presión alta. El hermano de mamá, respetado médico familiar, le había advertido que tenía que dejar el alcohol y comer sanamente, o sea, estar muerto en vida para seguir viviendo. Papá ignoró la advertencia médica. Siguió bebiendo como cosaco y comiendo como cerdo.

-Antes muerto que dejar de tomar -dijo temerariamente.

Papá escupía sangre, cagaba sangre y siempre tenía el rostro colorado como un tomate. Cada que destapaba una lata de cerveza, el rostro feliz, se convertía en un kamikaze a bordo de una avioneta rumbo a el Gran Cañón de Colorado.





Nota: me fue imposible no publicar un capítulo de mi novela inédita luego de esta macabra coincidencia. ¿Cuándo voy a publicar toda mi novela en carne y hueso, o sea, en papel? Solo si este señor quiere. Traducción: puedes escribirle directamente a casciari@gmail.com y decirle: yo sí leería la novela de Rodrigo Solís.

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