Dorada Píldora
Por Jorge Moch
Es
legendaria ya la ausencia de novedades en la televisión mexicana, esa aridez
creativa que parece tener a raya cualquier iniciativa de algo original, algo
nunca visto y en cambio recetar al pasivo y resignado auditorio, ese público
apático que más parece recua que pueblo, más de lo mismo: programas viejos,
refritos de refritos, los mismos chistes, las mismas frases, la misma basura,
la vieja intención no poco siniestra de convertirnos en idiotas pitecoides. A
saber si se trata de una peculiar fenomenología –patología, más bien– de la
creatividad yerta de los guionistas o la mojigatería censora de los ejecutivos,
o simplemente la apatía de consorcios enteros que apuestan al conformismo de
toda una sociedad, a su desgaste, a su orfandad moral y el proverbial
abaratamiento de su intelecto.
Pero de que hay talentos que podrían renovar la narración
visual en la televisión, los hay. El problema es que no están en el medio,
andan en otro lado, correteando, para decirlo coloquialmente, los bisteces. Hay
estupendos escritores a los que este aporreateclas se atrevería a adjetivar
como experimentales que pergeñan estupendos textos que, trasladados a
guiones y llevados al televisor –o al cine, que puede ser natural destino de
más de uno– podrían ofrecer verdaderas novedades, refrescar la industria y de
paso darle un respiro al respetable, que ya estamos saturados, realmente
saturados, de las mismas porquerías de siempre, del humor edulcorado, de la ausencia
de crítica social, de las pinches manos del clero católico metidas hasta el
colodrillo en el ideario colectivo.
Allí está, buscando desde hace ya buen tiempo una rendija por
donde colarse al éxito –no estoy muy seguro de a qué le llama “éxito”– un
escritor iconoclasta y cáustico como no conozco muchos: Rodrigo Solís, autor de
una columna/blog verdaderamente alucinante, insolente y descarnada que se
titula –más de uno hemos sido alguna vez bombardeados por su lucidez galopante,
su sorna cáustica, sus descaradas burlas al stablishment– (ya desde el
título asoma ponzoñosa la intención) Pildorita de la felicidad. Por
años –¡años ya, Rodrigo!– me he desternillado con sus confesiones atroces, la
exhibición de sus peores momentos en la vida, porque de alguna manera que no
acabo de comprender, Solís es un exhibicionista moral. Deliciosamente
indecente, además. Puesto que su largo haber literario tiene que ver con su
propia vida, sus desengaños –sobre todo los que él mismo va causando entre
quienes lo rodean–, sus amores, sus quemantes ganas de convertirse en un
escritor reconocido, laureado y referido por todos y además, oh realidad dama
cruel, en un país donde cada día hay menos lectores, menos interés en la
literatura y mayor preponderancia de esa televisión que pastorea el pensamiento
bovino de millones de espectadores reducidos a potenciales votantes o
compradores, el resultado suele ser francamente cómico. A veces
escandalosamente cómico, desgarradoramente hilarante y hasta patéticamente
chistoso, porque no maquilla nada, simplemente se burla de los valores
presuntos de esta sociedad hipócrita y sus poderes fácticos (lo que le costó,
al menos, no pocas amenazas y persecuciones en Campeche) y retrata fielmente su
personaje, a sí mismo, con descarnada flema, y en ello a todos nosotros, tal
que han hecho en televisión Berto Romero, en España; Tato Bores y el Negro
Olmedo, en Argentina, o Larry David en Estados Unidos. Y todos ellos tuvieron
un éxito enorme, con la única condición de que las cadenas que transmitieron
sus programas no los censuraron. O no del todo.
Así que ahí queda una propuesta –sí, Rodrigo, es una propuesta
en serio–: que la vida de Solís, su Pildorita de la felicidad, ahora
novelada en Mala Racha (Mi cabeza Editorial, Madrid, 2012), sea convertida
en guión para una serie de televisión a la que desde ahora le auguro éxito
rotundo, porque, como dice Eduardo Huchín en el prólogo que escribió para Mala
Racha: “El secreto de la Pildorita estuvo y ha estado en sus
componentes activos: los Data Pop, las tragedias menores, la televisión, la
autobiografía precoz, Dios, la publicidad, el ridículo, las batallas
familiares, la provincia, el futbol, los políticos, el cine, YouTube. Tómese la
vida cotidiana y disuélvala en ácido clorhídrico. Sin embargo, pese a lo
atractivo de su fórmula, la combinación por sí sola no hizo el milagro. Faltaba
agregar la sustancia personal: la eficacia de un humor, despiadado, agudo,
políticamente incorrecto. La marca de fábrica. El sello Solís.”
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