La experiencia Pildorita
Por Eduardo Huchín Sosa
Conozco a
poca gente que no haya recibido un correo de Rodrigo Solís al menos una vez en
su vida. Algún lunes de 2005 ó 2006, cientos de empleados, oficinistas,
estudiantes, encontraron en su Bandeja de Entrada un nuevo mail con el Asunto:
“Pildorita de la Felicidad”. Más de uno abrió el correo en busca de alguna
secuencia de frases de motivación e imágenes de atardeceres, pero obtuvo a
cambio, una condensada diatriba contra el mundo moderno. Era como el primer
cigarro, la primera botella, o el libro inicial: al principio no tuvo un buen
sabor, pero con el tiempo el suceso resultó indispensable para explicar en qué
nos habíamos convertido.
La adicción
a Pildorita estaba llena de esas historias: yo no sabía, a mí me dijeron, nunca
fue mi intención. Pero las decenas y cientos de personas que recibían los
correos de Rodrigo estaban ahí, malversando horas laborales, absortas en esta o
aquella historia, regocijándose en la vida y opiniones de un desconocido.
Riendo a escondidas. En fin, haciendo eso que, en algún otro tiempo, se llamó lectura.
¿Cómo le
hizo el señor Solís?, ¿cómo demonios se inmiscuyó en nuestras vidas? La
respuesta podría adivinarse en su pasado como licenciado de administración,
pero en realidad proviene de su sentido práctico de la literatura. Rodrigo tomó
lo único que tenía a la mano –una computadora con conexión a Internet- y tras
haber escrito un puñado de buenos artículos sobre la vida cotidiana, se puso a
buscar lectores. No fue tras las editoriales, no hizo ruegos a los suplementos
de cultura. Buscó -en cambio- todas las cadenas de internet que tenía en su
bandeja de Spam, copió las direcciones e integró los nombres a una base de
datos. Cada que tenía un nuevo texto, remitía primero cientos, luego miles, de
correos, desde decenas de cuentas distintas, sometidas todas ellas a la
capacidad máxima de envío. ¿Funcionaría? Lo ignoraba. Pero al menos era una
forma de no quedarse a esperar que alguien más hiciera el trabajo.
El resultado
fue estimulante. Después de algunos meses, sujetos iracundos le escribían al
correo electrónico con la petición explícita de que no les siguiera jodiendo la
existencia. El otro tanto decía exactamente lo mismo pero sin insultos.
Insistió.
Renovó su base de datos. Con el tiempo, las respuestas se fueron volviendo
menos ásperas. Apareció el primero que consideró a las Pildoritas un momento de
respiro en la oficina. Después llegó otro al que no le pareció tal o cual idea,
pero que al final, con letra más pequeña, había escrito “Gracias”. Alguien más
le llamó “escritor”. La mayoría de los mensajes iniciaba: “No sé cómo has
obtenido mi correo…”.
Ante el
furor de los blogs, a Rodrigo no le pareció mala idea abrir uno con el material
de sus artículos. Se trataba de conformar un espacio en la red donde cualquiera
pudiera entrar, pero sobre todo donde una veintena diaria de despistados
llegara tras realizar alguna búsqueda previsible –el futbol, sexo, chismes de
espectáculos- y en lugar de eso encontrara un sitio adictivo, donde no faltaran
el desparpajo, las burlas y las opiniones sobre temas incómodos.
Fue un
éxito. Las visitas se multiplicaron y el público pidió dosis más frecuentes.
Con habilidad de dealer, Rodrigo
Solís había puesto suficientes ingredientes en sus textos para que el auditorio
experimentara un rápido síndrome de abstinencia. Los comentarios se
multiplicaron y en los momentos más lúcidos se volvieron una conversación entre
lectores, y en los más divertidos, una oportunidad para que la gente perdiera
el control y se pusiera a insultar a diestra y siniestra. Aparecieron locos con
amenazas –el ejército de admiradores de Michael Jackson, funcionarios
campechanos ofendidos por la mala promoción hacia el estado, la líder nazi de
un sindicato de edecanes, un poeta que fingió su muerte – que dotaron al blog
de un extraño hálito de irrealidad. El sitio había creado, a la par de
lectores, una tropa peculiar de personajes.
El secreto
de la Pildorita estuvo y ha estado en sus componentes activos: los Data Pop,
las tragedias menores, la televisión, la autobiografía precoz, Dios, la
publicidad, el ridículo, las batallas familiares, la provincia, el futbol, los
políticos, el cine, YouTube. Tómese la vida cotidiana y disuélvala en ácido
clorhídrico. Sin embargo, pese a lo atractivo de su fórmula, la combinación por
sí sola no hizo el milagro. Faltaba agregar la sustancia personal: la eficacia
de un humor, despiadado, agudo, políticamente incorrecto. La marca de
fábrica. El sello Solís.
Y es que
aquellos que hemos subrayado la nitidez de su prosa sarcástica sabemos
reconocer sus filiaciones. De Bayly aprendió la exhibición impúdica y de Pérez
Reverte, el arte de la bilis. Rodrigo no carece de héroes literarios, aunque
más de un “intelectual” le haya cuestionado si sus escritos son en realidad
literatura. Pero la respuesta es más que obvia. Sus coordenadas están marcadas
por gente que, como él, hace literatura a
su modo: Larry David, Jerry Seinfeld, Ricky Gervais, Woody Allen, Hernán
Casciari. Su genealogía abarca a todos aquellos que han diseccionado la rutina
para extraer de ella el infierno mínimo o amplificado en que hemos convertido
el mundo. Por eso, Pildorita de la Felicidad más que un blog se convirtió en un
sitio donde cultivar quejas gozosas.
El paso
natural de un proyecto como el de Rodrigo Solís era transitar de la tecnología
en red a la tecnología unplugged. Del
placer de la pantalla y al placer de la página. La existencia de un libro con
su firma sólo corrobora que su humor funciona en cualquier soporte, llámese
conversación, internet u hoja impresa. Y si el acoso por e-mail, las búsquedas
en el Google, los links desde los sitios web, le han servido para convocar
lectores, no dudo que el azar, el recorrido en la librería, la recomendación
boca a boca hagan otro tanto. La Pildorita es una incomodidad necesaria, algo
que hacía falta en los estantes. Ahora ese mismo humor está a la vuelta de esta
página, inoculando una novela donde una veintena de amigos y conocidos son ya
personajes de ficción. Los veo (me veo) con un gesto que lo mismo remite al
horror que al placer. Es el efecto Pildorita. Considérese usted afortunado.
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