La estampa
que aparece sobre estas líneas marcó mi vida para siempre. Italia ´90 fue el primer
Mundial que vi de principio a fin*, con plena conciencia, grabando a fuego cada
una de sus imágenes en mi cerebro de niño. La desgracia: México no pudo asistir
porque la FIFA nos descalificó por ser mexicanos, es decir, por tramposos.
Al quedar huérfano de patria, me vi en la obligación de adoptar una
nacionalidad. Era impensable quedar mudo frente al televisor en una Copa del
Mundo.
*Salvo la inauguración,
es decir, Argentina contra Camerún que coincidió con mi último día de escuela.
Los
analistas decían que la favorita era Holanda por haber ganado la Eurocopa del
´88. Al igual que mis vecinos y mi hermano, me sumé al borreguísimo de apoyar a
la Naranja Mecánica. Los días previos al insufrible 12 de junio del 90
los utilicé para mentalizarme en sentir los colores de mi patria adoptiva. En
mi cabeza imaginé una y mil veces gritando fuertísimo y con la piel de gallina
cada gol holandés. Entonces Holanda marcó un gol a los egipcios y experimenté
el mismo vacío interior que en mi Primera Comunión cuando mamá me prometió que
al comulgar sentiría la energía más potente y hermosa recorrer mi torrente sanguíneo
porque estaría comiendo el cuerpo de Cristo.
Por
suerte, sólo tuvieron que pasar 24 horas para que mi piel comenzara a ponerse
de gallina. Argentina hizo su debut ante mis ojos al enfrentar a la malévola Unión
Soviética de Iván Drago. El primer gol lo hizo un melenudo con la cabellera que
siempre quise tener sobre la cabeza, pero que los Legionarios de Cristo se
empeñaban en cortarme, ignorando mi argumento de que su Dios tenía el pelo
largo. Luego apareció como un meteoro el chico de melena rubia que había visto en
el álbum Panini de mi hermano; el joven que a primera vista paralizó mi corazón
tanto o más que el vocalista del grupo Skid Row. Sobra decir que fue la primera vez que me cuestioné
si era puto. Luego hizo acto de presencia un jugador apellidado Batista, con barba
y cabellera larga, y ahí descubrí que no era tanto que fuera puto, lo que en
realidad me estaba pasando era que había caído en el embrujo de ver a un equipo
que más que un equipo de fútbol parecía una banda de rock como las que me hacían
soñar despierto frente al televisor cuando sintonizaba MTV.
A
Argentina no sólo le debo la alegría y la amargura de mi primer Mundial, también le debo mis
primeros besos. De adolescente era muy tímido, por eso ninguna mujer se animaba
a besarme, hasta que descubrí que la única manera de no morir virgen era actuando,
dejar de ser yo, meterme en la piel de otra persona. En los Spring break viaja
a Cancún con mi primo Rodrigo. Lo que hacía era emborracharme y enfundarme una
camiseta de la selección argentina.
-Qué pobre
diablo eres –me reprochaba mi primo.
Sin
embargo, mi timidez de años me hizo observar que las mexicanas tienen debilidad
por los chicos argentinos. Por suerte, más que su aspecto de galanes de
telenovela, lo que las vuelve locas es su acento cantadito. Logré perfeccionar
tanto mi acento argentino, que incluso los argentinos me abrazaban y me invitaban
a dar saltos enloquecidos mientras gritaban canticos que fingía tararear.
-Oye, no
es argentino, él es mexicano –le decía muerto de envidia mi primo a una argentina
que me estaba abrazando.
-Pero qué
envidioso que sos, Chavo del Ocho –le respondió la argentina.
Y
finalmente, si soy alguien en lo que más me gusta hacer, fue gracias a una publicación argentina.
En México sólo las revistas y periódicos de quinta división se animaban a
publicar mis escritos. A raíz que el Chiri se entercó en publicarme en Orsai, y
a que Casciari me dedicara un escrito en su blog, mágicamente los periódicos mexicanos de
primera división me contactaron para que empezara a colaborar con ellos.
Estoy en
deuda con Argentina. Así que, so riesgo de quedar como el mayor de los pobres
diablos ante los dos o tres lectores que aún siguen este blog, comparto mi
granito de arena para que Messi y compañía, logren la hazaña de levantar la
copa en un par de horas.
Querido Chiri:
¿Qué pensarías si te dijera que en tus manos
está la posibilidad de que Argentina salga campeón el domingo?
Apuesto a que me responderías que estoy loco o
que me fumé el porro más potente de la galaxia.
Sin embargo, lo sostengo.
Mira, si yo hubiese sido el Messi de la
literatura (o mejor dicho, de las redes sociales), ahora mismo los mexicanos estaríamos
experimentando el indescriptible sentimiento que cargan millones de argentinos,
es decir, imaginar permanentemente toda suerte de hipotéticos escenarios,
resultados y jugadas posibles los 86,400 segundos que tiene cada día.
Para que no me tomes por un lunático, o peor
aún, me tengas lástima por creer que soy un triste aficionado de una selección simpática
centroamericana, remontémonos a la ciudad de Fortaleza el 29 de junio, segundos
antes de que el árbitro silbara el final del primer tiempo en el partido entre
México y Holanda.
Los once jugadores vestidos de naranja que están
metidos en su propio campo saben que van a perder, tal y como lo sabían sus
ancestros hace 64 años antes de disputar cualquier partido, es decir, antes de que
apareciera un joven llamado Hendrik Johannes. Los once que visten de verde (sí,
sé que cuesta creerlo) saben que van a ganar, están predestinados para ello.
Tocan y tocan la pelota por todo lo ancho del terreno de juego. Con la
seguridad y la confianza que sólo puede darte una medalla de oro olímpica obtenida
con autoridad sobre el Brasil de Neymar en el mítico estadio de Wembley.
Entonces ocurre algo horrible: de un plumazo retrocedemos 36 años en el tiempo
y la seguridad se convierte en confianza. Y la confianza en duda. Y la duda en miedo.
“El Maza” Rodríguez toca el balón con la técnica individual de un defensor
mexicano en Argentina ´78. Robben toma la pelota. Entra al área solo frente al
portero. Es un gol cantado, de no ser porque las alas de Hermes brotan de los
pies de Rafa Márquez y Héctor Moreno. Ambos se barren. Robben sale catapultado
hasta arañar las nubes. Si estuviéramos en el 2016 los jueces le ponían 1o de
calificación por las bonitas figuras y giros que dibujó en el aire. Silencio
absoluto. Ningún silbatazo desgarra corazones. Vemos la repetición en cámara
lenta. Somos testigos de lo nunca antes visto. Hubo penalti doble. Tanto
Márquez como Moreno patearon brutalmente al delantero holandés. Agradecemos a
Dios, a la Virgen de Guadalupe y a Blatter que estén de nuestro lado, sin
advertir que acaba de escribirse el primer capítulo de una nueva tragedia. La
dupla de centrales más efectiva del Mundial se ha desintegrado. Moreno no se
levanta. Su rostro alcanza el color magenta. El portero Ochoa lo mira y queda
más pálido que de costumbre. Cuando los colores magenta y blanco se miran de
frente en una cancha de fútbol significa que alguien se rompió un hueso. El
árbitro portugués se pregunta si en toda la historia del fútbol habrá existido otra
jugada similar en donde el defensor patea tan pero tan fuerte al atacante que
se parte la pierna en dos mientras el silbante queda petrificado como una
estatua sin mover un sólo músculo. El doctor hace la señal desesperada a la
banca para que se realice el cambio. Las alas de Hermes permanecen en los
tobillos de Moreno, es la única explicación lógica para que un humano con la
tipia rota pueda ponerse de pie y dar dos pasos antes de derrumbarse de nuevo. El
técnico Miguel Herrera manda a calentar al defensa Diego Reyes. Entonces,
insospechadamente, entro en escena y descubro que soy Bill Murray en la
película El día de la Marmota.
Estoy atrapado en un mismo día. Un día que dura 4 años. Que se repite una y otra y otra y otra y otra vez. El
árbitro silba el final del primer tiempo. Salgo del trance y hago lo único que
está en mis manos para cambiar el curso de la historia de mi país. O mejor
dicho, de mi vida.
Chiri, si tan sólo la única persona que me
retwitteó hubiese sido Enrique Peña Nieto o Emilio Azcárraga Jean, ahora mismo estaría
sintiendo la inconmensurable dicha y angustia que eriza tu piel. Sí, sé que
sigo sonando a aficionado de selección simpática centroamericana, o quizá,
tirando más a loco de callejón. Pero ojo, arriésgate a mirar de vuelta todos
los partidos mundialistas de México justo cuando el árbitro da el silbatazo
final, descubrirás que en el pasado nosotros llorábamos igualito a James
Rodríguez, lágrimas de lo que pudo ser y no será, llanto desgarrador que pide
una explicación a dioses inexistentes, lágrimas de funeral, llanto de nunca más
vernos en una nueva posibilidad de hacer historia, lágrimas de pueblo
conquistado; sin embargo, observa con mirada quirúrgica lo ocurrido el 29 de junio
del 2014, descubrirás que un resorte saltó en el interior de los vestidos de verde: México
ha dejado creer que puede ganarle a las potencias, ahora sabe que va a
ganarles.
Espero ser peor profeta que escritor, de lo
contrario, toda la Argentina está condenada a no volver a mirar a su selección
levantar una copa del mundo en muchísimo más tiempo. Te aconsejo que empieces a
susurrarle cosas al oído del gordo, como por ejemplo, que redacte una carta tan
redonda, apasionada y viral como Vivir para contarlo
y despierte de una puta vez a Messi tal como un día se le tuvo que despertar a
Aquiles para conquistar Troya.
1 comentario:
Y ahora?
Bueno, al menos la FIFA es corrupta y Messi tiene el balón de oro.
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