Fuera máscaras, dejemos de fingir que nos tomamos en serio la
planeación de cada proceso mundialista. Está probado que los directivos
mexicanos jamás aprenderán de sus errores, no importa cuán garrafales sean
estos, mágicamente (no encuentro otro calificativo) apenas rueda la pelota en
un Mundial, la Selección mexicana se convierte en una superpotencia, al menos
en los primeros tres partidos.
Pese a que perdíamos desde el vestidor
al lucir el uniforme más esperpéntico que se haya visto jamás en una Copa del
Mundo, si alguien me decía que las piñatas de verde y negro eran un combinado de
alemanes, españoles, brasileños, uruguayos y argentinos, lo creía sin chistar.
¿Cuándo íbamos a pensar que nuestra defensa jugaría con tanta
frialdad, técnica y seguridad en un partido de vida o muerte? ¿Cuándo íbamos a imaginar
no sufrir microinfartos en cada tiro de esquina en contra? ¿Y cuándo íbamos a sospechar que nuestros jugadores marcarían no uno sino dos goles de cabeza en tiros
de esquina contra defensas de dos metros de altura?
Al parecer, la mayor ventaja de México es ser subestimado.
Mundial tras Mundial, tanto nosotros mismos como nuestros rivales y las casas
de apuestas nunca dudamos en poner en tela de juicio el pase a octavos de
final. ¿A cuántos Mundiales más hay que calificar de manera consecutiva para firmar
por adelantado que México es un invitado obligado a los octavos de final?
Sin duda, ese día llegará si por obra de un milagro llamado
humedad, vencemos a Holanda. Tengamos la certeza que a partir de ese instante
el mundo empezará a tomarnos en serio, tanto como toman en serio a Camerún que después
de sorprender a propios y extraños al calificar a cuartos en Italia ´90, es
marcado como favorito sin importar que lleven 24 años haciendo el más completo
y absoluto de los ridículos.
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