Hace algunos años, en unos ratos de ocio, que tuve, se me ocurrió inventar, para entretenerme, el esqueleto desbaratado de algo que hubiera podido ser una novela de espionaje. Como en todas las de sus especie, en el centro de la trama había un secreto del que depende el porvenir de la humanidad, o de perdida el bienestar de un país. Para apoderarse de ese secreto van a luchar dos organizaciones de espías que en el fondo son idénticas, pero que para distinguirlas y darle interés a la novela, llamaremos, a una “los buenos” y a los contrarios, “los villanos”. El final de la novela ocurre en el momento en que los buenos, después de muchas peripecias y de haber aniquilado hasta el último de los villanos, logran apoderarse de manera indiscutible e indisputable, del documento en cuestión.
Esto, me dirán, no tiene ningún chiste. Se han escrito miles de novelas como ésta y la mayoría son malas.
En efecto, pero es que la que yo inventé y no escribí tenía algo que me parece original. Consiste en que los espías, en vez de ser agentes de la KGB, la CIA, el M16, la Sureté, etcétera, es decir, de los servicios de espionaje de las grandes potencias, eran espías subdesarrollados. Mexicanos, por ejemplo. Además, tenían la característica de que ni siquiera estaban empeñados en una lucha entre dos países. Eso sería demasiado ridículo. ¿Espías guatemaltecos tratando de conseguir los planos de la ametralladora Mendoza?
No, señor, se trataba de una guerra secreta, pero a muerte, fría, llena de asesinatos, entre, ¿saben ustedes qué? Dos secretarías de Estado, o bien entre dos organismos descentralizados.
Cada una de estas entidades tendría, según mi novela, metida entre la nómina y bajo alguna denominación falsa, como por ejemplo, “personal de limpieza”, su propio sistema de espionaje. En cada uno de estos organismos habrá uno que se llame “Control”, otro que sea el agente estrella, o bien el peor de los villanos… Pero todo esto no es más que adorno, y está plagiado de otras novelas. Lo que me interesa por el momento es el secreto.
¿Qué clase de secretos son los que se presentan a ser buscados desesperadamente por los servicios de espionaje de dos secretarías de Estado o de dos organismos descentralizados?
Una posibilidad, la que primero se nos viene a la mente es, por supuesto, malos manejos.
Uno de los funcionarios, con puesto de confianza en una de las secretarías, se lleva un buen día a su casa un cartapacio que contiene pruebas irrefutables de que la secretaría en que trabaja ha adquirido… digamos, las máquinas de escribir más caras de la historia de la humanidad, o a gastado millones en construir un astillero en un lugar que no tiene salida al mar, o ha comprado unas turbinas, de magnífica calida, que funcionan con combustible nuclear, y el personal las ha arruinado a base de querer echarlas a andar con petróleo morado, etcétera.
Aquí tenemos todos los elementos de un conflicto. El servicio de inteligencia de la secretaría de la que se ha extraído el documento necesita apoderarse de él para destruirlo, los agentes de la secretaría enemiga, por su parte, necesitan obtener el documento para filtrarlo a los periódicos y armar un escandalazo. Olvidada decir que esto que estoy relatando no es más que un episodio de una lucha por un hueso muy gordo: cada secretaría quiere que se le encomiende a ella –y a ella nomás- la misión de reivindicar, por ejemplo, el Valle de Mezquital –cien mil millones de pesos.
Como es natural si el público se entera de que en una dependencia no hay nadie capaz de comprar máquinas de escribir a precios razonables, o cualquier dato de los contenidos en el documento secreto, la misión reivindicadora del Valle del Mezquital recaerá automáticamente en la dependencia rival. ¿Está claro?
Una vez establecida esta situación, lo demás que ocurre en la novela es mecánico. El funcionario que tiene el cartapacio muere asesinado, pero mientras los agentes de los dos servicios de inteligencia se diezman entre sí, el cartapacio resulta inencontrable –está, por ejemplo, metido en un buzón de correos- y aparecerá hasta el final; al caer, por casualidad, en manos de los buenos, que inmediatamente van a los periódicos, ponen a descubierto el peculado, la secretaría buena obtiene la concesión de reivindicar indios, los cien mil millones de pesos y colorín colorado… (31-XII-71)
Esto, me dirán, no tiene ningún chiste. Se han escrito miles de novelas como ésta y la mayoría son malas.
En efecto, pero es que la que yo inventé y no escribí tenía algo que me parece original. Consiste en que los espías, en vez de ser agentes de la KGB, la CIA, el M16, la Sureté, etcétera, es decir, de los servicios de espionaje de las grandes potencias, eran espías subdesarrollados. Mexicanos, por ejemplo. Además, tenían la característica de que ni siquiera estaban empeñados en una lucha entre dos países. Eso sería demasiado ridículo. ¿Espías guatemaltecos tratando de conseguir los planos de la ametralladora Mendoza?
No, señor, se trataba de una guerra secreta, pero a muerte, fría, llena de asesinatos, entre, ¿saben ustedes qué? Dos secretarías de Estado, o bien entre dos organismos descentralizados.
Cada una de estas entidades tendría, según mi novela, metida entre la nómina y bajo alguna denominación falsa, como por ejemplo, “personal de limpieza”, su propio sistema de espionaje. En cada uno de estos organismos habrá uno que se llame “Control”, otro que sea el agente estrella, o bien el peor de los villanos… Pero todo esto no es más que adorno, y está plagiado de otras novelas. Lo que me interesa por el momento es el secreto.
¿Qué clase de secretos son los que se presentan a ser buscados desesperadamente por los servicios de espionaje de dos secretarías de Estado o de dos organismos descentralizados?
Una posibilidad, la que primero se nos viene a la mente es, por supuesto, malos manejos.
Uno de los funcionarios, con puesto de confianza en una de las secretarías, se lleva un buen día a su casa un cartapacio que contiene pruebas irrefutables de que la secretaría en que trabaja ha adquirido… digamos, las máquinas de escribir más caras de la historia de la humanidad, o a gastado millones en construir un astillero en un lugar que no tiene salida al mar, o ha comprado unas turbinas, de magnífica calida, que funcionan con combustible nuclear, y el personal las ha arruinado a base de querer echarlas a andar con petróleo morado, etcétera.
Aquí tenemos todos los elementos de un conflicto. El servicio de inteligencia de la secretaría de la que se ha extraído el documento necesita apoderarse de él para destruirlo, los agentes de la secretaría enemiga, por su parte, necesitan obtener el documento para filtrarlo a los periódicos y armar un escandalazo. Olvidada decir que esto que estoy relatando no es más que un episodio de una lucha por un hueso muy gordo: cada secretaría quiere que se le encomiende a ella –y a ella nomás- la misión de reivindicar, por ejemplo, el Valle de Mezquital –cien mil millones de pesos.
Como es natural si el público se entera de que en una dependencia no hay nadie capaz de comprar máquinas de escribir a precios razonables, o cualquier dato de los contenidos en el documento secreto, la misión reivindicadora del Valle del Mezquital recaerá automáticamente en la dependencia rival. ¿Está claro?
Una vez establecida esta situación, lo demás que ocurre en la novela es mecánico. El funcionario que tiene el cartapacio muere asesinado, pero mientras los agentes de los dos servicios de inteligencia se diezman entre sí, el cartapacio resulta inencontrable –está, por ejemplo, metido en un buzón de correos- y aparecerá hasta el final; al caer, por casualidad, en manos de los buenos, que inmediatamente van a los periódicos, ponen a descubierto el peculado, la secretaría buena obtiene la concesión de reivindicar indios, los cien mil millones de pesos y colorín colorado… (31-XII-71)
Jorge Ibargüengoitia, en su libro Instrucciones para vivir en México
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