A petición de algunos voraces lectores a quienes no les parece que me tome un día de descanso (en realidad casi nunca lo tomo, el domingo lo invierto en preparar los borradores de los escritos que aparecerán durante la semana), ahora utilizaré los domingos como pretexto para publicar cuentos, anécdotas o artículos que en su mayoría serán del pasado; eso sí, con su respectiva manita de gato o restauración.
“Nunca es tarde para no hacer nada.”
- Jacques Prévert
Todo lo que sé, lo aprendí de mi alma máter, el Instituto Tecnológico de Mérida (ITM), un microcosmo de México: sindicatos, huelgas, acosos sexuales, vendedores ambulantes, perros sarnosos, planillas estudiantiles, sociedades de alumnos, corrupción y cualquier otro cáncer social que pueda existir en un país tercermundista que se dé a respetar.
El ITM era tan genial (bueno, es tan genial, pues dudo que haya cambiado desde mi graduación), que en un mismo salón de clase podías estar flanqueado, a un lado, por el sobrino de Carlos Slim, y al otro, del hijo del campesino más pobre del Estado; y por si esto no fuera suficiente, cuando una persona foránea te preguntaba dónde estudiabas, podías responder inflamando el pecho de orgullo que en el Tec, y de esta forma lo engañabas haciéndole creer que estabas matriculado en algún campus del Tecnológico de Monterrey, de esos que hay regados por el país cuan largo y ancho es.
Una de las grandes lecciones que recibí para triunfar en la vida fue en el programa de Jóvenes Emprendedores, que cursé en la licenciatura de administración de empresas, en el penúltimo semestre. Tiempos en los que uno daba por sentado que ya era un “lic”, gracias a que los bien intencionados catedráticos te ponían por trabajo de final de semestre la gran responsabilidad de crear una empresa. Pero no cualquier empresa, sino una hecha y derecha, con todo lo que debe llevar una organización
El profesor dijo que los equipos de trabajo (futuras corporaciones), debían estar conformados por doce personas (ni uno más, ni uno menos). En mi caso, yo pertenecía a una corporación integrada por tres personas, es decir, tres directores generales, contándome a mí como uno de ellos. Sentados en un oscuro aposento (el cual era uno de los rincones del fondo del aula, lugar que por indefinidas fuerzas cósmicas ocupábamos desde el primer semestre de la carrera), en un hermetismo equiparable al del cuerpo de inteligencia de la CIA, fraguábamos lo que teóricamente sería la corporación más rentable desde la invención de Microsoft. Las tuercas de nuestra gran maquinaria se iban engrasando poco a poco, no así las del resto de nuestros compañeros, que para su mala fortuna y poca creatividad, invertían todo su tiempo creando empresas enfocadas en el consumo alimenticio: paletas, frituras, dulcecitos y todo tipo de comida chatarra que al parecer habría de convertirse en la competencia directa del hombre gordo del puesto de kibis que todas las mañanas se paraba frente la puerta principal de la universidad a deleitar a todo aquel miembro del cuerpo estudiantil y docente que quisiera elevar sus niveles de colesterol. Sobra decir que aquellos compañeros emprendedores eran unos pobres ingenuos, pues ninguna generación del ITM había podido robarle mercado al kibero, un auténtico gurú de la mercadotecnia, que aplicaba un método infalible de venta: “el volado”. Traducción: apostar pagar el importe del kibi al doble o llevártelo gratis dependiendo de si la moneda que arrojaba al aire caía con la cara en águila o en sol. Sobra decir que la inmensa mayoría de los clientes perdían la apuesta, y ahí es cuando venía la segunda ronda de apuestas que consistía en el infalible “doble o nada”, donde también sobra mencionar que el kibero tampoco perdía, sin embargo, al estudiantado le gustaban las emociones fuertes y terminaba apostando y pagando un dineral por no comer ni un solo kibi.
En el aula de los emprendedores el tiempo apremiaba, y nadie lograba ponerse de acuerdo. Gritos de protesta estallaban en todos los rincones del salón de clase; la Cámara de Diputados no era nada en comparación al bochornoso espectáculo de desorganización suscitado entre mis compañeros: integrantes cambiaban de un equipo a otro con la misma facilidad con la que los políticos cambian de partido, todo en pro de que su idea de comida chatarra fuese aprobada a como diese lugar. En vista del desastre inminente, el profesor optó por la sana medida (muy salomónica y mexicana) de decirnos que conformásemos los equipos de trabajo con el número de integrantes que nos diera la regalada gana.
Por fortuna la corporación a la que pertenecía estaba más que lista para salir al mercado, excepto por un pequeño detalle: financiamiento. Pequeño obstáculo que estábamos seguros de sortear, pues como era bien sabido toda gran idea siempre es respaldada por algún millonario capitalista interesado en incrementar sus utilidades.
CONTINUARÁ… (Mañana lunes)
1 comentario:
Hoy 25 de Mayo es día del Contador Público. Felicidades colegas.
Mussgo
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