Para Anónimo (a quien siempre he admirado
por sus libros El lazarillo de Tormes, Las mil y
una noches, La epopeya de Gilgamesh y Pregúntale
a Alicia), para que no lea nada hoy.
por sus libros El lazarillo de Tormes, Las mil y
una noches, La epopeya de Gilgamesh y Pregúntale
a Alicia), para que no lea nada hoy.
Este sábado tuve una revelación: ninguna nueva Ley de Transporte va a servir en Campeche mientras los choferes de la ruta Directo-Plan Chac-Issste-Universidad piensen que la luz roja es para avanzar y la verde para detenerse. En cuatro ocasiones, el autobús ha recorrido apenas unos centímetros hacia el paso peatonal precisamente porque no puede cruzarlo. Es una estrategia inútil, pero los conductores experimentan una felicidad idiota con hacer ese movimiento cada que el semáforo marca rojo. Es la historia de cada día en la parada frente al mercado principal. Minutos interminables de espera del pasajero, quien termina por aceptar la manera en que los camiones se zarandean pero no avanzan, un poco como nuestros políticos debatiendo el petróleo.
Son las cuatro y cuarto de la tarde, el calor es insoportable, y de mi parte no puedo pensar otra cosa que no sea el reloj checador del trabajo. Abro los ojos y la única imagen que obtengo es la de un conductor que se echa aire con una franela.
-En un ratito más nos vamos – dice, pero esa sonrisa lo delata. De inmediato hace bufar su unidad como si montara un toro a punto de saltar al ruedo. El chofer de Directo es uno de esos burócratas del transporte: amodorrados, con frecuencia sudorosos y obesos y que hacen perdidizas las monedas pequeñas. De esos que saben que la resignación es el estado natural del pasajero.
Me planto a esperar un poco más. Los cláxones de los otros camiones me recuerdan que la orfandad está vedada para quien conduce.
-Cinco minutos nomás, cinco –asegura, pero con tranquilidad toma uno de esos periódicos con accidentes en la portada y lo abre sobre el volante. Mientras lee, su ayudante grita la ruta, colgado en la puerta, desgarrándose la garganta inútilmente, sobre todo porque en ese lugar no se estaciona ningún otro camión que no sea Directo-Plan Chac. Como en toda burocracia, el chalán desquita un sueldo con un oficio que no le sirve a nadie.
(Mientras las oficinistas adoran leer los romances maltrechos de las celebridades, los conductores de camión prefieren los parabrisas destrozados. El chofer pasa cada página de su periódico y adivino el deleite que le producen las tragedias ajenas. Las historias de amor terminan con “Y fueron felices para siempre”; las de los choferes con “para el deslinde de responsabilidades”. Las señoras que pueblan las dependencias recrean cortejos épicos que no podrán vivir; los conductores las colisiones que no desearían).
El sopor es la condición natural de estos sábados. Algunos vivimos en el tránsito continuo, cumpliendo un horario laboral en momentos en que las personas decentes están echadas en sus casas viendo la televisión. Para quienes no tenemos otra opción que trabajar los fines de semana, los trayectos en transporte público son un infierno. Ver tantas luces verdes desaprovechadas es como ver a la Selección fallar penales. Un triste destino nacional.
“Así son los choferes, qué le vamos a hacer”, dice una señora a la que no quisieron devolverle el pasaje. Durante años, he oído estrategias para mejorar el servicio de transporte colectivo, pero resulta tan ilusorio como querer reformar al sindicato de maestros. No puede someterse todo a la mera voluntad de los implicados ni a sus cursos de buenos modales. Los concesionarios podrán firmar cien compromisos, pero mientras no haya otras opciones de transporte barato, sabrán (como lo intuye el marido abusivo) que volveremos a ellos una y otra vez.
Por otro lado, ¿sirve quejarse? Los camiones están diseñados para no ser identificados (incluso hasta los señores que los manejan se parecen demasiado entre sí), para que nadie pueda señalarlos con exactitud cuando presente una denuncia. Es lo que sucede, por ejemplo, con esta unidad, aún detenida tras los cinco minutos prometidos por el conductor. Puedo describir sus stickers de Pokemones que nadie recuerda, la afición por el Cruz Azul del dueño (los señores que no pueden vestir a sus hijos de sus equipos favoritos compran calcomanías de niños disfrazados con el Photoshop); puedo hablar del diagnóstico que hacen sus letreros del periodismo y la educación mexicanos (“Censores trabajando” y “Todos los niños pagan”) y de las siluetas de mujeres que coronan el reproductor de discos compactos (ahora apagado, no sé si por desgracia). Puedo incluso indagar en la fe del concesionario a través de sus calcomanías religiosas (según Santo Tomás, Dios es “el primer motor” y no dudo que sea sólo Dios quien pueda mover este camión). En fin que revisando sus escondrijos es posible determinar las historias que rodean a este microbús, todas ellas totalmente inútiles al momento de poner una demanda contra el servicio.
Cuatro camiones de Directo nos han rebasado, hartos ya de la espera. Los envidio. Nuestro chofer los ve pasar sin preocuparse demasiado: confía en que su persistencia le proporcione dos o tres incautos más que se suban al camión, creyendo que ya está a punto de partir.
Cuando he leído otro capítulo más del libro que traje para el camino, siento la sacudida que significa pasar el paso peatonal. El viento (no importa si caliente, no importa si polvoso) me golpea la cara y respiro de tranquilidad, como quien ha pasado ya la noticia favorable de un diagnóstico médico. El camionero avanza a toda prisa –atravesando semáforos en amarillo, sin detenerse a recoger gente que le pide parada en las esquinas- supongo que para compensar el tiempo perdido en el mercado. A dos cuadras de llegar a mi destino me pregunta: “¿A dónde vas, chavo? Es que yo hasta aquí me quedo”.
Sólo hasta entonces me doy cuenta que me he quedado solo en el microbús. Sin esperanzas siquiera de que me devuelva mi pasaje, desciendo al camellón, incrédulo de tanto cinismo. Con sus logos borrados y un número incompleto (cero cuarenta y algo), del microbús sólo alcanzo a ver las placas: “200-423-B”.
Corro inútilmente pues un descuento por impuntualidad me espera. Eso le falta a los diputados que debaten la Ley de Transporte: trabajar los sábados (no regalando balones, no dando declaraciones en el aeropuerto, que no para eso les pago) y llegar siempre tarde por culpa de un camión.
Son las cuatro y cuarto de la tarde, el calor es insoportable, y de mi parte no puedo pensar otra cosa que no sea el reloj checador del trabajo. Abro los ojos y la única imagen que obtengo es la de un conductor que se echa aire con una franela.
-En un ratito más nos vamos – dice, pero esa sonrisa lo delata. De inmediato hace bufar su unidad como si montara un toro a punto de saltar al ruedo. El chofer de Directo es uno de esos burócratas del transporte: amodorrados, con frecuencia sudorosos y obesos y que hacen perdidizas las monedas pequeñas. De esos que saben que la resignación es el estado natural del pasajero.
Me planto a esperar un poco más. Los cláxones de los otros camiones me recuerdan que la orfandad está vedada para quien conduce.
-Cinco minutos nomás, cinco –asegura, pero con tranquilidad toma uno de esos periódicos con accidentes en la portada y lo abre sobre el volante. Mientras lee, su ayudante grita la ruta, colgado en la puerta, desgarrándose la garganta inútilmente, sobre todo porque en ese lugar no se estaciona ningún otro camión que no sea Directo-Plan Chac. Como en toda burocracia, el chalán desquita un sueldo con un oficio que no le sirve a nadie.
(Mientras las oficinistas adoran leer los romances maltrechos de las celebridades, los conductores de camión prefieren los parabrisas destrozados. El chofer pasa cada página de su periódico y adivino el deleite que le producen las tragedias ajenas. Las historias de amor terminan con “Y fueron felices para siempre”; las de los choferes con “para el deslinde de responsabilidades”. Las señoras que pueblan las dependencias recrean cortejos épicos que no podrán vivir; los conductores las colisiones que no desearían).
El sopor es la condición natural de estos sábados. Algunos vivimos en el tránsito continuo, cumpliendo un horario laboral en momentos en que las personas decentes están echadas en sus casas viendo la televisión. Para quienes no tenemos otra opción que trabajar los fines de semana, los trayectos en transporte público son un infierno. Ver tantas luces verdes desaprovechadas es como ver a la Selección fallar penales. Un triste destino nacional.
“Así son los choferes, qué le vamos a hacer”, dice una señora a la que no quisieron devolverle el pasaje. Durante años, he oído estrategias para mejorar el servicio de transporte colectivo, pero resulta tan ilusorio como querer reformar al sindicato de maestros. No puede someterse todo a la mera voluntad de los implicados ni a sus cursos de buenos modales. Los concesionarios podrán firmar cien compromisos, pero mientras no haya otras opciones de transporte barato, sabrán (como lo intuye el marido abusivo) que volveremos a ellos una y otra vez.
Por otro lado, ¿sirve quejarse? Los camiones están diseñados para no ser identificados (incluso hasta los señores que los manejan se parecen demasiado entre sí), para que nadie pueda señalarlos con exactitud cuando presente una denuncia. Es lo que sucede, por ejemplo, con esta unidad, aún detenida tras los cinco minutos prometidos por el conductor. Puedo describir sus stickers de Pokemones que nadie recuerda, la afición por el Cruz Azul del dueño (los señores que no pueden vestir a sus hijos de sus equipos favoritos compran calcomanías de niños disfrazados con el Photoshop); puedo hablar del diagnóstico que hacen sus letreros del periodismo y la educación mexicanos (“Censores trabajando” y “Todos los niños pagan”) y de las siluetas de mujeres que coronan el reproductor de discos compactos (ahora apagado, no sé si por desgracia). Puedo incluso indagar en la fe del concesionario a través de sus calcomanías religiosas (según Santo Tomás, Dios es “el primer motor” y no dudo que sea sólo Dios quien pueda mover este camión). En fin que revisando sus escondrijos es posible determinar las historias que rodean a este microbús, todas ellas totalmente inútiles al momento de poner una demanda contra el servicio.
Cuatro camiones de Directo nos han rebasado, hartos ya de la espera. Los envidio. Nuestro chofer los ve pasar sin preocuparse demasiado: confía en que su persistencia le proporcione dos o tres incautos más que se suban al camión, creyendo que ya está a punto de partir.
Cuando he leído otro capítulo más del libro que traje para el camino, siento la sacudida que significa pasar el paso peatonal. El viento (no importa si caliente, no importa si polvoso) me golpea la cara y respiro de tranquilidad, como quien ha pasado ya la noticia favorable de un diagnóstico médico. El camionero avanza a toda prisa –atravesando semáforos en amarillo, sin detenerse a recoger gente que le pide parada en las esquinas- supongo que para compensar el tiempo perdido en el mercado. A dos cuadras de llegar a mi destino me pregunta: “¿A dónde vas, chavo? Es que yo hasta aquí me quedo”.
Sólo hasta entonces me doy cuenta que me he quedado solo en el microbús. Sin esperanzas siquiera de que me devuelva mi pasaje, desciendo al camellón, incrédulo de tanto cinismo. Con sus logos borrados y un número incompleto (cero cuarenta y algo), del microbús sólo alcanzo a ver las placas: “200-423-B”.
Corro inútilmente pues un descuento por impuntualidad me espera. Eso le falta a los diputados que debaten la Ley de Transporte: trabajar los sábados (no regalando balones, no dando declaraciones en el aeropuerto, que no para eso les pago) y llegar siempre tarde por culpa de un camión.
3 comentarios:
el transporte urbano, la democracia perfecta...
:¨(
mientras sigan existiendo vivales como Mauricio Pool que trabajen en la direccion del transporte, (heredero de los artilugios para esquilmar choferes de micro y comprarse camionetotas del celebre Ocasis Orlayneta)las cosas no van a ser mejores. otros trabajadores como Victor Sanchez tienen años en la misma oficina y sigue usando el servicio de autobus publico. y sumenle la ineficacia del chamaco Gallegos Valdez que no hace nada en el congreso para la dichosa ley de vialidad.el transporte urbano pesimo y mañana peor. los microbuseros verdaderos cafres del volante avalados por la direccion de transporte por que dan "mochada" y por los polis por lo mismo. sufrimos los pasajeros. en mi caso yo uso ruto Palmas-Fidel y todos los dias es un suplicio. a ver hasta cuando nos seguimos dejando. ¿que tal si un buen dia dejamos de usar el transporte publico? ja ja me imagino a los pobres microbuseros llendo de casa en casa a pedir perdon. nadie sabe lo que tiene...
Sufrimos de lo mismo, aquín en Guadalajara son los amos y señores de las calles y nadie los detiene.
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