La semana pasada prometí que (si me animaba) les contaría una historia ocurrida en los cines que pronto demolerán en la ciudad donde vivo, Campeche. Historia que en realidad es un cuento, es decir, mezcla la realidad con la ficción (me reservo el derecho de decir qué porcentaje hay de cada ingrediente, mejor imagínenselo, que para eso son los cuentos).
Como el cuento me salió un porquitín largo (por no decir larguísimo) hemos decidido en Pildorita de la Felicidad dividirlo en dos partes, para así no aburrirlos con tanta palabrería. La segunda parte del texto lo publicaremos mañana, lunes, como todos los lunes que es el día que subimos el artículo semanal que buenamente algunos periódicos, revistas, páginas de Internet y blogs tienen la generosidad de publicar en sus respectivos espacios. Claro que a los que más agradecemos es a los medios que tienen la decencia de pagar por nuestro trabajo, pero esa, como dicen, es otra historia. Para ellos, un fuerte aplauso: clap, clap, clap, que son en realidad quienes mantienen en pie este blog que pende dramáticamente de alfileres.
Esperamos sinceramente no atragantarlos. Provecho.
En otra época, cuando era un hombre responsable, mi tiempo lo invertía en actividades loables y productivas. Una de ellas era la docencia universitaria, la otra jugar al fútbol con niños desamparados de una casa hogar. Desde luego, como era de esperarse en mí, duré poco menos de un año desempeñando ambas actividades.
Donde tardé menos fue en la casa hogar. Seis meses para ser exactos. Un día fui a la casa hogar, atravesé la puerta y me recibió la esposa del gobernador, o mejor dicho, su fotografía en tamaño gigante, colgada en lo alto de la pared. “¿Necesitan ayuda?”, le pregunté a una señora gorda vestida con una especie de traje de enfermera que revisaba unas carpetas detrás de la recepción. “¿Perdón?”, dijo la señora gorda. “Servicio social”, atiné a decir. La gorda dibujó un signo de interrogación en el rostro como si le estuviera hablando en mandarín. “¿Se encuentra el encargado de este lugar? Quiero hacer mi servicio social aquí”, dije ordenando un poco mejor mis ideas. Estaba nervioso y se me notaba. La gorda sonrió y me llevó a una oficina donde me presentó al encargado del albergue infantil.
Gorda y encargado, luego de estudiarme por breves segundos de pies a cabeza (en los pies llevaba unas chancletas, y en la cabeza una frondosa cabellera de rizos enmarañados como rastas jamaiquinas mal hechas) asumieron que era yo un estudiante de alguna universidad de humanidades que quería realizar su servicio social en la institución. Sin embargo, rápidamente los saqué de su error provocándoles (a ambos) una mueca de horror mezclada con incredulidad cuando les confesé que en realidad era un profesor universitario cuya única intención era ayudar en lo que ellos creyeran conveniente en la casa hogar.
En aquellos días quería ser un prócer ciudadano. O mejor dicho, de alguna forma quería resarcir todos esos años (cuando estudiaba en una escuela católica) en los que hábilmente me escabullí para jamás ir a los pueblos más necesitados a llevar a sus habitantes bolsas de despensas y envenenarles la cabeza con la chiflada idea de que existe un señor barbón que nos protege desde las alturas.
“¡Hombre, gente como tú es la que necesitamos!”, dijo el encargado del albergue casi abrazándome. No pude evitar sentirme una mierda. Luego de diez minutos en su oficina acordamos que dos veces por semana iría a jugar fútbol con los niños. Al parecer mi pasado de futbolista semiprofesional les entusiasmó más que mi talento por la docencia.
Ese mismo día me presentaron a los niños del albergue. La mayoría de ellos se encontraban reunidos en una sala impregnada por un fétido olor a orines, hipnotizados frente a un televisor que proyectaba un programa infantil conducido por una mujer de mediana edad vestida en paños menores que contoneaba y frotaba rabiosamente su cuerpo al vertiginoso ritmo del reggaetón contra los también contoneantes y rabiosos cuerpos semidesnudos de un puñado de edecanes de alguna compañía de juguetes.
“¡Payaso!”, gritó uno de los niños. “¡Payaso!”, volvió a gritar y todos los demás niños salieron de su trance televisivo y dirigieron la mirada hacia donde un pequeño dedo índice señalaba. “No le hagas caso”, me dijo el encargado del albergue. Y todos los niños se echaron a reír. En especial el chico que me seguía apuntando con el dedo índice y gritaba “payaso” sin cesar al tiempo que se reía como una urraca. Por primera vez deseé haber cumplido el máximo deseo de la novia que tenía en aquél entonces: tener el cabello corto, bonito y escrupulosamente peinado hacia arriba como un mango chupado, como el de su metrosexual ex novio.
“No te dejes llevar por la primera impresión, son unos niños encantadores”, me dijo el encargado del albergue, llevándome lejos de los niños para que no se siguieran mofando de mi cabellera de Ronald McDonald. De vuelta en su oficina me advirtió que la mayoría de los niños no eran huérfanos, sino que sus padres estaban recluidos en la cárcel por algún delito terrible (y en mis adentros agradecí que no me hubiera dado detalles de sus crímenes); por ello, en su mayoría, los niños padecían algún trastorno psicológico.
Me asignaron cuatro chicos. Uno era idéntico a un alux: pequeñito, cabeza rapada, narizón, rasgos toscos, mirada virulenta y carácter explosivo. Casi nunca hablaba, se expresaba mediante chillidos como una comadreja. Su forma de demostrar afecto era metiéndole puntapiés a los otros niños. Otro, era un gordito con la cabeza perfectamente redonda como un melón. Todo el tiempo tenía las manos ocupadas: una la utilizaba para rascarse la cabeza infestada de piojos y la otra para juguetear con los dedos los depósitos de cebo dentro de su ombligo. No soy psiquiatra pero mi diagnostico fue que el niño padecía una especie de autismo; sin previo aviso se quedaba mirando a lontananza y no había poder humano que lo sacara de allí. El tercero niño era un niño como cualquier otro (si es que cabe este calificativo). Un niño vivaracho y bien despierto que un día tomó prestadas las llaves de mi coche, que para mi asombro y horror, encendió al primer intento casi estampándolo contra la barda del albergue. Fuera de eso era un niño encantador y sumamente inteligente. No en balde era el líder de los niños y mi gran salvador cuando había que tranquilizar a algún chico que de buenas a primeras empezaba a actuar de manera chiflada, como era el caso recurrente del último integrante del grupo que estuvo a mí cargo. Éste era un niño que padecía de estrabismo. Casi siempre tenía la lengua de fuera como un perro acalorado y le fascinaba comerse sus mocos y tirarse de pedos y eructos. También insistir en que yo era un payaso, y de vez en cuando gritar por los pasillos del albergue que se lo habían cogido por el culo.
Durante las primeras semanas jugamos con un balón ponchado que era el único balón que tenían en el albergue. Luego, unos alumnos de la universidad (considerados las ovejas negras por muchos maestros) en un hermoso acto de generosidad me regalaron un balón nuevo de fútbol para que se los entregara a los niños y así pudiésemos jugar como era debido. De allí en adelante mis alumnos no volvieron a entregar ni una sola tarea más en el semestre, porque consideraron que el balón fue una especia de soborno para que los aprobara. Por su parte, los niños al ver el balón nuevo corrieron, palmotearon y gritaron como unos malditos desquiciados. Luego se pelearon entre ellos proclamándose cada uno como el único, absoluto y legítimo dueño del balón; un infierno que a base de paciencia logré menguar, haciéndoles ver que el balón era de todos. En ese instante me prometí a mi mismo nunca más volverles a regalar nada.
Entusiasmados con su nuevo balón, los niños me pidieron que los llevara a jugar al campo de fútbol de la universidad que estaba a una cuadra de distancia de la casa hogar. Me negué rotundamente, pues más allá de que estaba prohibido sacar a los niños fuera de los muros del albergue temía que uno ellos se deschavetara y arrancara a correr en mitad de la calle y lo atropellara un camión o que uno de sus delincuentes familiares me navajeara por la espalda sin previo aviso. Pero fue tanta su insistencia en medio de chillidos y gritos enloquecidos que diez minutos después tenía el permiso del encargado del albergue para llevarlos a la cancha de fútbol. “En el auto, llévanos en el auto”, gritaron en coro como unas fierecillas y mientras los observaba por el retrovisor rebotar emocionadísimos sobre los asientos traseros de mi volcho, agradecí ser una persona proclive a todos los pecados excepto a los de violar y destripar niños.
4 comentarios:
Jajaja, buenísimo!! Ya quiero lo demás, estúpido Domingo, apurate a acabar!
No te preocupes Mariano, nuestro brillante cuerpo de científicos (un par de ellos ganó el Nobel) acaban de mandar al centro de la Tierra una maquina muy parecida a un supositorio metálico gigante el cual hará que la Tierra giré más rápido. Paciencia. En menos de lo que te imagines será lunes. El amado día de Garfield y de todos los hombres productivos.
Oh no!, olvidé que después del Domingo sigue el tonto Lunes...No te acabes Domingo!!!!
Publicado en:
Rhema No. 55 Junio 2008
http://www.wobook.com/WBmP6KY21y3L-108
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