Decir que vemos los Juegos Olímpicos para emocionarnos del espíritu competitivo es como decir que vemos una porno para desentrañar el misterio del erotismo. No: en realidad nos entusiasman los cuerpos extranjeros haciendo proezas que sólo los norteamericanos, los alemanes y con frecuencia los asiáticos pueden hacer. En la medida que nos muestran a alguien que no somos nosotros, las Olimpiadas se vuelven atractivas, lo mismo que el cine triple X.
En esta edición, los Olímpicos tuvieron el encanto de desarrollarse en un país del que sabíamos muy pocas cosas, salvo que fabricaban lo mismo sombrillas y electrodomésticos que guitarras de Paracho y que la procreación se les daba con la misma eficacia que la manufactura. Fuera de eso –de los estragos que su economía y su demografía producían sobre las nuestras-, la China actual era un misterio.
“Lo último del cine chino que vi fue Mulan”, dijo el sábado un amigo, mientras mirábamos las competencias de natación en la TV.
Yo quería contar que sabía tan poco de China, que sólo tres días antes de la inauguración olímpica supe que Beijing era en realidad Pekín, y todo porque los idiotas de las televisoras y otros medios habían difundido el nombre en chino como si se tratara de otra ciudad. No dije nada porque en ese preciso instante entró otro amigo diciendo: “Compré unas botanas acordes al evento” y nos mostró un paquete gigante de cacahuates japoneses. Entonces me di cuenta que nosotros veíamos Asia de la misma manera que el resto del mundo veía Latinoamérica: como un bloque cultural donde todos los vecinos se parecían demasiado entre sí.
Que los chinos estuvieran colapsando el mercado mundial podía tomarse como el pretexto perfecto para que su ciudad capital concentrara a atletas de todas las nacionalidades peleando –como los países que representaban- el oro. Como metáfora del mundo, las Olimpiadas habían exhibido la hipocresía de la sociabilidad: nos abrazamos y felicitamos, pero sólo después de habernos destrozado sobre la cancha.
Lo peor de las Olimpiadas es que permiten corroborar la regla que rige al capitalismo: que Estados Unidos y China arrasan con las tablas y cualquier entrometido –digamos un africano de esos que corren mucho y son incapaces de manchar siquiera de sudor sus camisetas- es percibido como un héroe, precisamente porque representa el desagravio del tercer mundo. ¿Y nuestro país? Como sucede con sus estimaciones económicas, México fue con más esperanzas que competitividad y se ha conformado con que sus deportistas rompan récords nacionales, aún así no les alcance para pasar de las primeras eliminatorias.
Los Olímpicos son una buena parábola de lo que sucede con la economía: da la impresión de que las condiciones son equitativas para la contienda, pero no se trata sino de un espejismo, en tanto hay más cosas detrás de un medallista que el mero coraje y amor a la bandera, al igual que la sola calidad no explica un producto de ganancias millonarias. Unos países se apoyan en los subsidios, otros en la tradición, unos más en la raza y aunque todos reprueben el uso de sustancias, nadie se ha atrevido a negar lo mucho que han servido tanto al deporte como al mercado. (¿O acaso soy el único que piensa que tanto récord pulverizado tiene explicaciones químicas, a menos que todas las superpotencias enviaran replicantes en lugar de atletas?)
En un divertido artículo, José Israel Carranza cifra la pregunta exacta que define mi fascinación por las justas olímpicas: “¿En qué momento de su vida un niño decide que será lanzador de martillo?” La jabalina, el disco, la bala son ese tipo de vocaciones para las cuales hay que tener muchos problemas o haber nacido en regiones sin televisión y sin mayor esperanza en la vida que manejar máquinas simples. Son esos deportes sin glamour los que mejor concretan la imagen básica de las Olimpiadas. Son ejercicios clásicos, llenos de tipos gruesísimos, que parecen trabajar en aserraderos para ganarse la vida. Es, en fin, lo más alejado a las competencias redituables, como el futbol o el baloncesto, que abrigan lo mismo a metrosexuales salidos de comerciales de desodorantes, que a hombres con más tatuajes en la piel que grafitis en un baño. Me agradan esas competencias que son difíciles de considerar un espectáculo, porque en este mundo moderno, casi nada puede no serlo.
En cambio, lo que menos me gusta de las Olimpiadas es el nacionalismo a ultranza: las ceremonias de premiación, donde el ganador del oro entona su himno nacional con la mirada perdida en algún recuerdo familiar. Como los escritores, no representan nada, son meros individuos, provenientes de países donde la mayor parte de la gente no es como ellos. Los Olímpicos premian la excepción: esa es su naturaleza. ¿Qué importa entonces que se trate de un ugandés, de un italiano o un brasileño?
Al tiempo que celebra el triunfo, el nacionalismo sirve para justificar la derrota. Se vuelve una idea tenaz como la de que los clavadistas mexicanos merecen mejores calificaciones o que los jueces están obsesionados con la flotación de nuestros marchistas. El nacionalismo es una voz como la de Julio César Chávez que en lugar de provenir de la televisión, proviene de la conciencia y dice: “Hey, ¡no le están contando los puntos al mexicano!”.
Una actividad física inherente a las Olimpiadas es el zapeo. Ningún otro ejercicio une al mundo tanto como el recorrer cada 30 segundos los canales de cable y contemplar un set de tenis, e inmediatamente después un inning del beisbol. Las competencias olímpicas son como las notas de guerra: no soportamos más de cinco minutos por enfrentamiento. En fin que los Olímpicos volverán a darnos más clases de geografía que de historia y nos hablarán de un mundo donde los únicos hechos lamentables entre países son las caídas vergonzosas de la barra fija.
En esta edición, los Olímpicos tuvieron el encanto de desarrollarse en un país del que sabíamos muy pocas cosas, salvo que fabricaban lo mismo sombrillas y electrodomésticos que guitarras de Paracho y que la procreación se les daba con la misma eficacia que la manufactura. Fuera de eso –de los estragos que su economía y su demografía producían sobre las nuestras-, la China actual era un misterio.
“Lo último del cine chino que vi fue Mulan”, dijo el sábado un amigo, mientras mirábamos las competencias de natación en la TV.
Yo quería contar que sabía tan poco de China, que sólo tres días antes de la inauguración olímpica supe que Beijing era en realidad Pekín, y todo porque los idiotas de las televisoras y otros medios habían difundido el nombre en chino como si se tratara de otra ciudad. No dije nada porque en ese preciso instante entró otro amigo diciendo: “Compré unas botanas acordes al evento” y nos mostró un paquete gigante de cacahuates japoneses. Entonces me di cuenta que nosotros veíamos Asia de la misma manera que el resto del mundo veía Latinoamérica: como un bloque cultural donde todos los vecinos se parecían demasiado entre sí.
Que los chinos estuvieran colapsando el mercado mundial podía tomarse como el pretexto perfecto para que su ciudad capital concentrara a atletas de todas las nacionalidades peleando –como los países que representaban- el oro. Como metáfora del mundo, las Olimpiadas habían exhibido la hipocresía de la sociabilidad: nos abrazamos y felicitamos, pero sólo después de habernos destrozado sobre la cancha.
Lo peor de las Olimpiadas es que permiten corroborar la regla que rige al capitalismo: que Estados Unidos y China arrasan con las tablas y cualquier entrometido –digamos un africano de esos que corren mucho y son incapaces de manchar siquiera de sudor sus camisetas- es percibido como un héroe, precisamente porque representa el desagravio del tercer mundo. ¿Y nuestro país? Como sucede con sus estimaciones económicas, México fue con más esperanzas que competitividad y se ha conformado con que sus deportistas rompan récords nacionales, aún así no les alcance para pasar de las primeras eliminatorias.
Los Olímpicos son una buena parábola de lo que sucede con la economía: da la impresión de que las condiciones son equitativas para la contienda, pero no se trata sino de un espejismo, en tanto hay más cosas detrás de un medallista que el mero coraje y amor a la bandera, al igual que la sola calidad no explica un producto de ganancias millonarias. Unos países se apoyan en los subsidios, otros en la tradición, unos más en la raza y aunque todos reprueben el uso de sustancias, nadie se ha atrevido a negar lo mucho que han servido tanto al deporte como al mercado. (¿O acaso soy el único que piensa que tanto récord pulverizado tiene explicaciones químicas, a menos que todas las superpotencias enviaran replicantes en lugar de atletas?)
En un divertido artículo, José Israel Carranza cifra la pregunta exacta que define mi fascinación por las justas olímpicas: “¿En qué momento de su vida un niño decide que será lanzador de martillo?” La jabalina, el disco, la bala son ese tipo de vocaciones para las cuales hay que tener muchos problemas o haber nacido en regiones sin televisión y sin mayor esperanza en la vida que manejar máquinas simples. Son esos deportes sin glamour los que mejor concretan la imagen básica de las Olimpiadas. Son ejercicios clásicos, llenos de tipos gruesísimos, que parecen trabajar en aserraderos para ganarse la vida. Es, en fin, lo más alejado a las competencias redituables, como el futbol o el baloncesto, que abrigan lo mismo a metrosexuales salidos de comerciales de desodorantes, que a hombres con más tatuajes en la piel que grafitis en un baño. Me agradan esas competencias que son difíciles de considerar un espectáculo, porque en este mundo moderno, casi nada puede no serlo.
En cambio, lo que menos me gusta de las Olimpiadas es el nacionalismo a ultranza: las ceremonias de premiación, donde el ganador del oro entona su himno nacional con la mirada perdida en algún recuerdo familiar. Como los escritores, no representan nada, son meros individuos, provenientes de países donde la mayor parte de la gente no es como ellos. Los Olímpicos premian la excepción: esa es su naturaleza. ¿Qué importa entonces que se trate de un ugandés, de un italiano o un brasileño?
Al tiempo que celebra el triunfo, el nacionalismo sirve para justificar la derrota. Se vuelve una idea tenaz como la de que los clavadistas mexicanos merecen mejores calificaciones o que los jueces están obsesionados con la flotación de nuestros marchistas. El nacionalismo es una voz como la de Julio César Chávez que en lugar de provenir de la televisión, proviene de la conciencia y dice: “Hey, ¡no le están contando los puntos al mexicano!”.
Una actividad física inherente a las Olimpiadas es el zapeo. Ningún otro ejercicio une al mundo tanto como el recorrer cada 30 segundos los canales de cable y contemplar un set de tenis, e inmediatamente después un inning del beisbol. Las competencias olímpicas son como las notas de guerra: no soportamos más de cinco minutos por enfrentamiento. En fin que los Olímpicos volverán a darnos más clases de geografía que de historia y nos hablarán de un mundo donde los únicos hechos lamentables entre países son las caídas vergonzosas de la barra fija.
2 comentarios:
Toda la razón del mundo, y en eso del zaping yo seria campeona.
Hablando en serio, en cuestión gegrafica es incrible como incluso las tendesias durante esta temporada olimpica se han inclinado hacia lo asiatico y en lo deportivo a los mexicanos nos falta un gran camino para darnos cuenta que se necesita toda una vida para poder alcanzar logros como los de los otros países.
Recuerdo en las olimpiadas pasadas, decir a Julio César Chávez, en una narración de box..."Esos jueces no están contando los puntos al mexicano, que chinguen a su madre". En plena cadena nacional.
Un ejemplo de nuestra cultura.
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