Para Wilberth
A diferencia del box, cuyo sentido de la equidad está representado en el peso, la lucha libre parece existir para las desigualdades. El rudo puede valerse de todo tipo de llaves prohibidas, agredir al público, bajarse por una silla y aventarla a la espalda de su oponente. El técnico tiene apenas el respaldo de esa parte cándida del auditorio que apoya a los buenos por default, aun así hablen como fayuqueros de Tepito o se trate de malos arrepentidos. Al igual que en las telenovelas, el rudo siempre es más divertido, amenaza con la voz de quien acaba de sufrir una operación en la garganta y profiere insultos de película sabatina: “¡Eres un cobarde, Místico, y te voy a hacer pagar!”.
El eterno combate entre el bien y el mal nunca está mejor ejemplificado que con la lucha, donde apenas son necesarios dos hombres descamisados y un réferi para representarlo todo. Salvador Novo decía que la lucha era superior al cine porque nos libraba de aguantar por dos horas una historia alrededor de un enfrentamiento entre el villano y el héroe. Lo esencial, consideraba el escritor, era ver el choque entre dos cuerpos por cualquier motivo. En la lucha, la gente se golpea por oficio y se deja desangrar porque es su trabajo (no hay odio legítimo como no hay amor verdadero en la farándula); se trata de buenos muchachos todos que en algún momento de sus vidas entendieron que su vocación era salpicar de sudor a las primeras filas.
Sin embargo, Novo se apoya en el pancracio de los cuarenta y cincuenta, con nombres como el Gorila Macías o Bobby Bonales, y habla de un tiempo en que la mayoría de los luchadores tenía bigotes como el de Arturo de Córdova. Cinco décadas más tarde, la lucha ha retomado las historias y la WWE presenta a gladiadores que viven melodramas arriba del ring, ya sea que su esposa los engañó con su representante o quieren vengar la fractura de un amigo.
Y es que inevitablemente, el oficio de los topes y el lance de cuerdas ha sufrido todo tipo de transformaciones. ¿Por qué Atlantis ahora es rudo si durante toda mi infancia fue el luchador técnico por excelencia?, ¿su cambio de bando no habrá significado el fin de la inocencia para ambos, él y yo? Cuando algo se transforma en la lucha libre es señal de que el mundo está cambiando. Los luchadores de antes tenían profesiones respetables (el Santo era un científico respetable, cuyos tubos de ensayo siempre echaban humo), mientras que los gladiadores de ahora son strippers en activo. ¿Puede ser Intocable un héroe de una nueva generación que salva a la humanidad en el tiempo que le queda libre entre despedidas de solteras? No es del todo inverosímil, sobre todo cuando nuestra sociedad ha pasado de las preocupaciones éticas a las atléticas: en la década de la metrosexualidad el único territorio que importa proteger es el abdomen.
(Dos síntomas de la edad: que ya todos los luchadores se llaman “el hijo de alguien” o que como en las películas de Halloween hemos perdido la numeración del último Villano).
Pese a todo, la lucha libre puede erigirse como la épica ideal de este país. Imposibilitada la televisión nacional para una industria de superhéroes, la transmisión dominical desde la arena resume todo lo que es necesario saber sobre las grandes batallas y el amor: luchan dos, gana uno, al final alguien termina perdiendo el pelo.
Sin más armas que la “doble Nelson” o la “huracarrana”, los héroes mexicanos han dirimido su tragedia semanal en tres actos sin escatimar los rasguños propios de la profesión. Hay vuelos, patadas voladoras y el entarimado suena como un ejército de matarifes azotando reses muertas. Por otro lado, el público enardecido tiene la oportunidad cada siete días de ir a gritarle sus verdades al villano (una mentada de madre es una de esas verdades que no necesitan demostración) y eso es algo que no existiría si los héroes sólo sirvieran al cine, la televisión o la historieta.
Mucho se ha dicho sobre las propiedades sanadoras de la lucha libre. Alivian la vejez (la de los abarroteros sobre todo), reconfortan el morbo por el pleito ajeno, pero sobre todo nos devuelven al espectáculo elemental de ver a dos fornidos con más horas en el centro de abasto que en el gimnasio dándose palmadas en el pecho que suenan a cachetadas de señoras. Debo confesar que la primera profesión en la que pensé de niño fue la de luchador profesional. Era como ser policía, pero sin que me faltaran al respeto, era al fin de cuentas un combate contra el mal, aunque sin burocracia.
De entre las muchas lecciones de la lucha libre, está la de ser un buen energizante para la cultura (uno de las presentaciones más concurridas de la FIL fue una función de lucha libre). Su capacidad para invadir espacios artísticos -como el cine, la literatura o los museos (así lo certifica la pelea de los Infernales en el Tate Modern)- ha demostrado su vitalidad a través de las décadas.
Finalmente gladiadores y escritores tienen algo en común: la lucha de clases. Están las superestrellas, que despiertan la histeria de quienes nada saben del deporte y aparecen con frecuencia en la televisión y las revistas. Están los héroes de culto, que han vivido años de patear gente y entusiasman sólo a los eruditos más recalcitrantes (cuyo mayor orgullo es haber estado ahí cuando Cien Caras perdió la máscara). Luego vienen los dioses menores, dueños de una buena técnica, pero por los que no pagarías más de 60 pesos. En el fondo se encuentran los de a pie, que sirven para llenar los carteles o las antologías, quienes a pesar de sus cicatrices nunca van a poder salir de las arenas de provincia.
(A mí me toca luchar dos veces por semana y después de cada actuación pierdo un poco más de pelo).
A diferencia del box, cuyo sentido de la equidad está representado en el peso, la lucha libre parece existir para las desigualdades. El rudo puede valerse de todo tipo de llaves prohibidas, agredir al público, bajarse por una silla y aventarla a la espalda de su oponente. El técnico tiene apenas el respaldo de esa parte cándida del auditorio que apoya a los buenos por default, aun así hablen como fayuqueros de Tepito o se trate de malos arrepentidos. Al igual que en las telenovelas, el rudo siempre es más divertido, amenaza con la voz de quien acaba de sufrir una operación en la garganta y profiere insultos de película sabatina: “¡Eres un cobarde, Místico, y te voy a hacer pagar!”.
El eterno combate entre el bien y el mal nunca está mejor ejemplificado que con la lucha, donde apenas son necesarios dos hombres descamisados y un réferi para representarlo todo. Salvador Novo decía que la lucha era superior al cine porque nos libraba de aguantar por dos horas una historia alrededor de un enfrentamiento entre el villano y el héroe. Lo esencial, consideraba el escritor, era ver el choque entre dos cuerpos por cualquier motivo. En la lucha, la gente se golpea por oficio y se deja desangrar porque es su trabajo (no hay odio legítimo como no hay amor verdadero en la farándula); se trata de buenos muchachos todos que en algún momento de sus vidas entendieron que su vocación era salpicar de sudor a las primeras filas.
Sin embargo, Novo se apoya en el pancracio de los cuarenta y cincuenta, con nombres como el Gorila Macías o Bobby Bonales, y habla de un tiempo en que la mayoría de los luchadores tenía bigotes como el de Arturo de Córdova. Cinco décadas más tarde, la lucha ha retomado las historias y la WWE presenta a gladiadores que viven melodramas arriba del ring, ya sea que su esposa los engañó con su representante o quieren vengar la fractura de un amigo.
Y es que inevitablemente, el oficio de los topes y el lance de cuerdas ha sufrido todo tipo de transformaciones. ¿Por qué Atlantis ahora es rudo si durante toda mi infancia fue el luchador técnico por excelencia?, ¿su cambio de bando no habrá significado el fin de la inocencia para ambos, él y yo? Cuando algo se transforma en la lucha libre es señal de que el mundo está cambiando. Los luchadores de antes tenían profesiones respetables (el Santo era un científico respetable, cuyos tubos de ensayo siempre echaban humo), mientras que los gladiadores de ahora son strippers en activo. ¿Puede ser Intocable un héroe de una nueva generación que salva a la humanidad en el tiempo que le queda libre entre despedidas de solteras? No es del todo inverosímil, sobre todo cuando nuestra sociedad ha pasado de las preocupaciones éticas a las atléticas: en la década de la metrosexualidad el único territorio que importa proteger es el abdomen.
(Dos síntomas de la edad: que ya todos los luchadores se llaman “el hijo de alguien” o que como en las películas de Halloween hemos perdido la numeración del último Villano).
Pese a todo, la lucha libre puede erigirse como la épica ideal de este país. Imposibilitada la televisión nacional para una industria de superhéroes, la transmisión dominical desde la arena resume todo lo que es necesario saber sobre las grandes batallas y el amor: luchan dos, gana uno, al final alguien termina perdiendo el pelo.
Sin más armas que la “doble Nelson” o la “huracarrana”, los héroes mexicanos han dirimido su tragedia semanal en tres actos sin escatimar los rasguños propios de la profesión. Hay vuelos, patadas voladoras y el entarimado suena como un ejército de matarifes azotando reses muertas. Por otro lado, el público enardecido tiene la oportunidad cada siete días de ir a gritarle sus verdades al villano (una mentada de madre es una de esas verdades que no necesitan demostración) y eso es algo que no existiría si los héroes sólo sirvieran al cine, la televisión o la historieta.
Mucho se ha dicho sobre las propiedades sanadoras de la lucha libre. Alivian la vejez (la de los abarroteros sobre todo), reconfortan el morbo por el pleito ajeno, pero sobre todo nos devuelven al espectáculo elemental de ver a dos fornidos con más horas en el centro de abasto que en el gimnasio dándose palmadas en el pecho que suenan a cachetadas de señoras. Debo confesar que la primera profesión en la que pensé de niño fue la de luchador profesional. Era como ser policía, pero sin que me faltaran al respeto, era al fin de cuentas un combate contra el mal, aunque sin burocracia.
De entre las muchas lecciones de la lucha libre, está la de ser un buen energizante para la cultura (uno de las presentaciones más concurridas de la FIL fue una función de lucha libre). Su capacidad para invadir espacios artísticos -como el cine, la literatura o los museos (así lo certifica la pelea de los Infernales en el Tate Modern)- ha demostrado su vitalidad a través de las décadas.
Finalmente gladiadores y escritores tienen algo en común: la lucha de clases. Están las superestrellas, que despiertan la histeria de quienes nada saben del deporte y aparecen con frecuencia en la televisión y las revistas. Están los héroes de culto, que han vivido años de patear gente y entusiasman sólo a los eruditos más recalcitrantes (cuyo mayor orgullo es haber estado ahí cuando Cien Caras perdió la máscara). Luego vienen los dioses menores, dueños de una buena técnica, pero por los que no pagarías más de 60 pesos. En el fondo se encuentran los de a pie, que sirven para llenar los carteles o las antologías, quienes a pesar de sus cicatrices nunca van a poder salir de las arenas de provincia.
(A mí me toca luchar dos veces por semana y después de cada actuación pierdo un poco más de pelo).
3 comentarios:
Excelente escrito, y en cuanto a la última foto, Calderón tiene todas las de ganar, es decir, si pierde, no tiene mucho que perder.
pues aprovecharé de nuevo para agradecer este post. Es uno de estos que no puedes dejar de leer. Está muy chingón. De hecho, el mundo de las laves y contrallaves se ve superditada a los embustes literarios. hay que darle énfasis a las historias para que eganchen y hagan mella en el público.
Excelente escrito.
(Popr dios, paresco señora que se se pavonea cuando su hijo le dedica algo).
Me encantó!, ¡me encantó tu relato!, yo no estuve cuando le quitaron la máscara a Cien Caras, pero lo vi por TV, que bueno el guitarrazo en la cabeza…
Yo estaba con el Rayo, pero al final me dio un no se que.., y después me gustaban más los Hermanos Dinamita, que loco...me trajiste muy buenos recuerdos de mi infancia
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