miércoles, 9 de julio de 2008

Y retiemble en sus antros la tierra


23:30 HRS. COVER: 50 PESOS
Te das cuenta que eres un viejo cuando, después de aceptar la invitación a una disco, en lugar de ver a las chicas guapas te pasas contando el número de extintores. Eso me sucedió el viernes, cuando acudí a un antro con la inocente idea de acompañar a unos amigos y terminé abrazado de una palmera, porque el exceso de calor me había subido los triglicéridos.
La primera impresión que tuve a mi llegada es que había excesiva arena en la entrada. Mientras los jóvenes asistentes alucinaban con ese vivo montaje de una noche de verano en la playa, yo sólo pensaba en la Profepa. Es lo malo de trabajar en un periódico: piensas demasiado en las instituciones. Es más, si fuera el protagonista de un cómic, mis onomatopeyas no serían ¡Plap! ¡Bum! ¡Catapum! sino ¡Pri! ¡Pan! ¡Copriscam!, lo cual no hace sino deprimirme más.
Pago mi cover. La señora me da un brazalete de papel que un tipo fornido coloca en mi muñeca derecha. Al parecer por una especie de código, perdedores como yo no pueden llevar la susodicha pulsera del lado izquierdo, todo en virtud de que los meseros sepan identificar a los tipos que tardan media hora tomando la misma cerveza y a quienes es más provechoso sacar a patadas a la primera oportunidad.
Y sí, a la media hora sabía ya que era un infierno. El DJ había decidido que la mejor forma de entretener al público era poner los primeros 30 segundos de una canción e inmediatamente mezclarla con otro hit. Ese repaso de las listas Billboard por la vía rápida no permitía a gente como yo ni disfrutar ni entender nada. Era como hacer zapping por todos los canales de música del sistema de cable y no quedarse en ningún lado, lo cual me hace entender por qué todos los menores de 22 se sentían tan a gusto con esa vertiginosa antología de éxitos.
Tuve la mala fortuna de ponerme cerca de gente muy popular, de modo que las tres cuartas partes de las manos alzadas que yo respondía no eran para mí, sino para los jóvenes bien vestidos que estaban a mi derecha y cuya presencia no había advertido hasta que gente con la complexión y joyería de un guarura se acercaba a ellos para darles un abrazo.
Reconozco a una decena de ex compañeros de la escuela. El tiempo no ha pasado en vano. Coincido con ellos en el único lugar donde es posible ver con frecuencia a tus amigos que rondan los treinta: un baño público. El tipo más exitoso de toda mi generación me deja una tarjeta para que vaya a verlo un día de estos a su consultorio. Quizás lo haga esta semana.

1:45 HRS. MÚSICA EN VIVO LOS VIERNES
El tiempo pega, ni quién lo dude. Es entonces cuando uno necesita sentir que puede recuperar los años perdidos y no hay mejor máquina del tiempo que un bar donde haya una banda en vivo. La música sigue siendo la misma de tu adolescencia. Si Alex Lora o Soda Stereo cobraran regalías por las ocasiones en que los grupos campechanos han interpretado “Triste canción” o “Música ligera” no se preocuparían por sacar más discos.
Después de la terrible experiencia en el antro con arena busqué otros ruidos para esa noche. Así llegué a un bar con grupo incluido. La música en vivo tiene un gran encanto: es casi imposible no sentirse perforado por un bafle que reproduce los acordes de “Nene, nene, nene, qué vas a hacer cuando seas grande”. Por eso sentimos que nos palpita el corazón cada que alguien recorre palmo a palmo las canciones que programaba Telehit en su primer año. A cierta edad, la música en vivo es una forma de masaje cardiovascular.
Yo toqué un buen tiempo en una banda de bares. Como la televisión nacional, sabes lo que le gusta al público y te esfuerzas apenas en cumplir la fórmula con cierto decoro. No hay por qué arriesgar nada. Es como si los Eagles organizaran un concierto de reencuentro con la firme intención de no tocar “Hotel California”: no vas a lograr nada salvo que una horda de fanáticos te lancen sillas plegables al escenario, así que ¿para qué intentar algo diferente cuando lo conocido reporta tan buenos dividendos? De ahí que cualquier líder de banda de bares ajuste su lista de canciones echando un vistazo a la caja de casetes que guarda en el clóset. Como demostró Moderatto, los covers son para siempre y funcionan incluso en los nuevos públicos. Al final de la noche, si ves a la gente gritando y pidiendo otra ronda al mesero es que has hecho un buen trabajo.

2:50 HRS. BAR Y KARAOKE
No puedo permanecer en un bar karaoke sin pensar en los festivales OTI, con un público que le encanta escarbar melodías a las que no puedo imaginar sin ese ruido de la aguja recorriendo el vinilo. ¿A cuánta gente sacaron de la criogenia para llenar todo este sitio?, me pregunto e ingreso a un antro, cuyo principal atractivo, como la democracia, es la oportunidad de escuchar a los otros. Al principio la idea parece buena, pero sólo en la quinta interpretación, sabes que no lo es tanto y que después de los cuarenta años nadie merece un micrófono. No sé si interpretar canciones de Lupita D’Alessio sea una forma de afrontar el desamor, pero no sirve de mucho si tu idea de diversión tiene que ver con dejar los problemas en tu casa.
El bar karaoke ha potenciado la necesidad de compartir no nuestros talentos sino lo que no podemos decir más que cantando, y uno de sus requisitos es que nadie pueda hacerlo con dignidad. Ha de ser por eso que nos protegemos en la noche para que esto sea posible.
Mientras que en otros estados he visto espacios para que los cantantes amateurs se luzcan sobre un escenario iluminado, en Campeche se canta desde las propias mesas, al abrigo de los amigos. El mejor efecto es escuchar una voz lastimosa que no sabes de dónde proviene, por más que busques en los rincones del bar. Alguien que entona a José José en la oscuridad representa mejor que nada la idea del anonimato.
Una de las escenas más inverosímiles de mi vida supuso perder una negociación editorial por saltar a cantar “Sorullo y Capullo” en un bar de Guanajuato. Desde entonces sé que los karaokes no sólo sirven para ir a llorar la tragedia y canjearla por la vergüenza, sino para engendrar ambas al dos por uno.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Quién lo manda a uno a meterse a esos lugares donde sabe que todos los demás asistentes van a ser A)personas diez años más jóvenes que uno, o B)viejos ridículos (como uno)? Fui al Rum ese día y te juro que no entendía qué estaba pasando. ¿Por qué se portaban todos como si fueran celebridades? ¿No se dan cuenta de que es muy diferente que los famosos que asisten a una entrega de premios se contorsionen frente a las cámaras de los medios más importantes del mundo (porque ese es su trabajo) y que lo hagan ellos, que ni son famosos ni están asistiendo a un evento importante? Puedes decir que el equivalente campechano de Beyonce es la muchacha del shortito que sale en la foto, y que la grabación de Summer Nights es el equivalente campechano de la entrega del Grammy, ¿no? El problema está en que la del shortito (la versión infinitesimal de Beyonce) cuando va a la grabación de Summer Nights (la versión infinitesimal de los Grammy) hace un papelón tanto o más grande que el de la propia Beyonce en los Grammy, en vez de adaptarlo a la modesta realidad en la que vive.

Ah, y la música en vivo APESTA! Es el peor concepto que existe! No, hombre!

Rodrigo Solís dijo...

Lo que hace uno por los amigos. Aquella escena de Guanajuato fue inmortal, al menos para mí, fue casi casi como en una película de la Segunda Guerra Mundial cuando el protagonista que es un soldado aguerrido decide invadir la trinchera ocupada por los nazis con tal de ir a rescatar a su amigo herido. Tal fue el caso, dejen les cuento, cuando en un bar-karaoke de Guanajuato una escritora (y organizadora del evento) me obligó a subir a cantar al escenario con ella, “Rodrigo, vamos a cantar esa de Sorullo y Capullo”, me dijo, y yo le dije que sí y me di media vuelta y me puse a platicar con Eduardo y con un poderoso editorialista y el poderoso editorialista cuando estaba apunto de cerrar el trato con Eduardo para publicarlo en una poderosa editorial, un mano me jala y me arrastra al escenario y de camino a mi muerte delante del micrófono le grito a Eduardo: “Eduardo, sálvame, tú cantas en una banda de rock”, y Eduardo que cantaba en una banda de Rock deja con las palabras en la boca al editorialista poderoso y que se lanza a cantar conmigo esa de Sorullo y Capullo que desde luego no era una canción de rock. Fin de la historia. Eduardo hasta la fecha no publica en Alfaguara por mi culpa. O sea, por salvarme el pellejo. Y eso hermanos míos, solo lo hacen los que tienen un tornillo suelto o los triglicéridos muy elevados.

Anónimo dijo...

de cualquier forma entre el antro lleno de escuincles y musica perturbadora, prefiero la musica viva (si las mismas canciones de siempre, que reconfortante!) o el kraoke, tomalo por el lado bueno, en las cosas que la gente canta te puedes dar cuenta de sus historias personales ;)
saludos

Anónimo dijo...

Rodro...

O un amigo de verdad... Un amigo de verdad...