Para Vanessa Hernández, porque tampoco llegué a su boda, y me odia por ello.
Nunca he estado a favor de quebrantar la ley, y mucho menos de involucrarme en una persecución policíaca al estilo la serie Cops, donde el sospechoso (siempre un negro) comete toda suerte de infracciones con tal de salirse con la suya, el muy cabrón. Sin embargo allí estaba, con el pie metido a fondo en el pedal del acelerador y con mi primo Lalo como copiloto del Rally Dakar diciéndome que doblara a la derecha, que esos hijos de la chingada no se atreverían a entrar al FOVI, argumento que resultó ser una mentira porque las amenazantes y enormes luces de la camioneta de la policía siguieron mordiéndonos los talones por las angostas callejuelas de la colonia con toda la intención y los motivos de sobra para encerrarnos en los separos por una buena temporada.
Antes de relatarte la persecución que a la postre me ha convertido en un prófugo más de la honorable justicia de este no menos honorable país, quiero que conozcas el contexto, palabra que la RAE define de la siguiente manera: “entorno físico o de situación, ya sea político, histórico o cultural o de cualquier otra índole, en el cual se considera un hecho”. Escrita la definición de contexto (sin afán de justificarme) espero puedan ponerse en mis zapatos para entender por qué ni por error pensé en apartar el zapato del pedal, aún si la vida de algún noctámbulo transeúnte del FOVI estuviese en riesgo.
El primer roce que tuve con una patrulla (siendo yo el conductor) fue cuando salí por unos minutos de la graduación de mi amiga Vanessa para llevar a su casa a otra amiga también llamada Vanessa, que se sentía indispuesta. Tras dejarla en su casa, decidí pasar a la mía a tomar otra tonelada de Imodiums y Pepto Bismol para que la diarrea que padecía aquel fatídico día no tuviese la graciosa idea de invitarse a la fiesta.
-Volkswagen blanco, oríllese a la orilla –dijo un altavoz detrás de mí cuando estaba a una esquina de llegar a casa.
Estrenándome en mis veintes, joven e ingenuo como era, me detuve. Qué más podía pasarme, pensé, sí sólo había bebido un vodka con naranja. El poli, elevado ipso facto a teniente cuando dijo querer llevarme a los separos por tener aliento alcohólico, no quiso entrar en razón por más explicaciones que le di de que no estaba ebrio. Al parecer me puse tan violento (traducción: renuente a pagarle una mordida) que en el acto fue a su patrulla para pedir refuerzos: “sospechoso ebrio y peligroso, manden unidades de refuerzo”. Sólo de imaginarme en la cárcel, hice lo que dije que nunca haría: pagar por mi libertad. Y la pagué muy cara, por no tener más dinero en la billetera que un billete de diez dólares, que al verlo el poli se abalanzó sobre él, y antes de poder decirle ni pío ya se había marchado, dándome incluso las gracias, el hijo de puta, sin importarle que el billete estuviese hecho jirones debido a que había sido un regalo de mamá cuando cumplí seis años de edad. De la rabia, más que por la diarrea, no regresé a la graduación, motivo que me granjeó el odio de mi (espero) todavía amiga Vanessa.
El segundo roce con la justicia fue pocos años después, al salir de la disco Amarantus con mi primo Pepe. Ambos, estando ebrios hasta el tuétano, decidimos marcharnos a casa a pie. Si pensabas que sólo conduciendo un vehículo podías ser detenido por la policía, estás equivocado. Para no hacer el cuento largo, en cuestión de minutos Pepe y yo nos vimos rodeados por una caravana de patrullas, aquello parecía el desfile del 20 de noviembre, pero sin las motos con esos imbéciles uniformados haciendo figuras acrobáticas sobre ellas. Fuimos detenidos por zigzaguear en actitud sospechosa. ¿Habían escuchado algo más estúpido en sus vidas? Apuesto a que sí. En México uno es detenido por la policía por cualquier motivo. El punto es que, detenidos en medio de ese carnaval policiaco, al catearnos uno de los oficiales (un hombre brillantísimo), me preguntó que qué era eso que tenía en uno de mis bolsillos, y estando yo en tan inconveniente estado, y con eso de que me da por la comedia cuando bebo, tuve la fabulosa idea de responderle que lo que tan celosamente guardaba en el bolsillo era una pistola. “Bang, bang”, dije, incluido el efecto de sonido al ponerle mi celular en la sien al oficial, que casi se desmaya en mis narices. En realidad el que casi muere de un infarto fue Pepe, que no podía creer que no nos hubieran dejado como queso gruyere los otros oficiales, que en vez de desenfundar sus armas se echaron a reír los hijoeputas. Era nuestro día de suerte, la Loca Academia de Policías tenía una sucursal patrullando las calles de la ciudad. La libramos de milagro y nada más porque Pepe inventó que el novio de su hermanita vivía en una de las mansiones del Campestre, hecho totalmente falso porque Pepe no tiene hermana (que yo sepa) pero al vigilante de la caseta le resultó muy cómica toda la escena y avaló la coartada. Minutos más tarde, en el 7 Eleven, decidimos robar un uniforme del baño. Nada como cometer un crimen retroactivamente: como ya nos habían detenido, era justo que cometiéramos algún delito.
Volviendo al presente, huíamos de la poli porque en el sentido contrario de una calle aledaña al FOVI el oficial decidió pedirme que me detuviera para con seguridad quitarme hasta el último peso que trajera en los bolsillos, estuviera ebrio o no, como en las otras dos ocasiones en las que me han detenido desde mi llegada a Campeche, las cuales no comentaré, para no hacer más larga esta historia.
La persecución terminó siendo como en las películas baratas de los Almada, pero no por ello dejó de ser emocionante. Con el volcho dando todo de sí, es decir, 60 km/hr, y con la ayuda de mi copiloto logramos eludir a la patrulla por los vericuetos del FOVI hasta estacionarnos junto a una Iglesia. “Es terreno santo. Aquí estamos a salvo”, musitó Lalo. Habíamos triunfado. Sin embargo, en un santiamén llegó la perrera quemando llantas y de ella bajó un oficial colérico preguntándome si estaba loco, que porqué chingados no me había detenido, que si acaso estaba sordo para no escuchar el altavoz que me gritaba que me detuviera, y que si estaba ciego para no ver las sirenas y las luces altas de la camioneta que indicaban que aquello era una maldita persecución, a lo que, bajando como James Bond con toda calma de mi deportivo europeo, respondí que ni era sordo, ni ciego, y que mucho menos le entregaría uno solo de los documentos que me solicitaba con voz altisonante, que yo vivía en el FOVI, y que si querían levantar cargos o llevarse mi auto trajeran a la grúa, aunque claro estaba, necesitarían de la ayuda de Chris Angel para meter una grúa por las estrechas calles del FOVI. Me despedí amablemente, no sin antes recordarles a los caballeros uniformados que si algo le pasaba a mi coche los vería en la corte, pues mi mente era muy buena para identificar rostros de oficiales y placas de patrullas.
Zigzagueando partí con mi primo por las callejuelas en espera de que nos esposaran y nos rompieran toda la madre, cosa que por fortuna no ocurrió. Finalmente había aprendido algo de todos los encuentros con la justicia de mis amigos hijos de grandes señores poderosos. Apuesto a que los policías quisieron colgarme de los huevos, pero uno nunca sabe, igual y papi había castigado a su retoño dándole las llaves del auto del chofer para salir esa noche.
Si alguna vez leen esto, amiwis polis, una sincera disculpa. Casi nunca ganamos nosotros los civilies, así que sin resentimientos, camaradas. Prometo nunca más escapar, para que con todo calma (como siempre) puedan detenerme, catearme y quitarme hasta el último peso de los bolsillos.
2 comentarios:
Hola! Veo que eres uno de los míos, me haces sentir orgulloso cada vez que infringes las leyes de D**s y las de los hombres.
P.D. Tengo un asiento reservado para ti, entre Judas y Caín
NO TE PREOCUPES, SEGÚN LAS ESTADÍSTICAS, VANESSA SE DIVORCIARÁ ANTES DE 5 AÑOS.
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