“LA MAYOR PARTE DE LOS HÉROES SON COMO CIERTOS CUADROS: PARA ESTIMARLOS NO HAY QUE MIRARLOS DEMASIADO CERCA.”
-Francois de la Rochefoucauld
Nunca me han simpatizado los superhéroes, excepto, creo, el Hombre Araña, pero sólo cuando se dedica a ser Peter Parker: un tipo que tiene que ingeniárselas para sacar las notas más altas del colegio y mantener su beca; trabajar por las tardes en un periódico donde le pagan una mierda y en donde es tratado como una mierda por su neurótico y prepotente jefe, y con la mierda de sueldo que le pagan –como a todos los que trabajan en los periódicos- mantener a su tía abuela viuda, que enviudó gracias a que El Hombre Araña, en un acto de valemadrismo al más puro estilo mexicano, no se molestó en detener a un raterillo que a la postre terminó por meterle un plomazo en las entrañas a su tío abuelo; y por si esto fuera poco, también tiene que, como cualquier otro simple mortal, complacer a su novia, la Mary Jane, una tetona pelirroja de lujo que está harta de que la dejen plantada en el cine o en restaurantuchos baratos y que en su mente ha empezado a coquetear la idea de largarse con el primer multimillonario niño bonito de sonrisa Colgate que le quiera echar mano, pues galanes -nota al pie de sus tetas- no le faltan.
Al menos, ese fue el Peter Parker que me tocó leer en mi infancia, o mejor dicho, el que leía mi hermano con fanatismo religioso tras abastecerse con un arsenal de historietas de superhéroes que compraba en el mercado del puerto de Progreso todos los veranos y que no reparaba un instante en relatar con desmesurado entusiasmo. Le mantengo fresco aun en la memoria como si fuese ayer, acostado en su hamaca por maratónicas jornadas con una pila de comics en el suelo, invitándome con dulzura –sentimiento rarísimo en él- a sumergirme en esas fantásticas historias de héroes y villanos. Sin embargo, la verdad sea dicha, a fin de cuentas habré leído poco o nada de su envidiable colección, por lo que jamás tuve una opinión en algo que tuviese que ver con hombres vestidos en mallas sino hasta el día de hoy, que -finalmente- pude ver la superproducción hollywoodense del único superhéroe capaz de granjearse el odio acérrimo de mi hermano. El superhéroe del que hablo es de ese tan famoso –si no es que el más famoso- vocero de todos los más buenos y justicieros valores norteamericanos: Superman, el extraterrestre de la vida perfecta como el rizo que cuelga sobre su frente.
Quién diría que en Metrópolis lo único que necesitan con más urgencia que un superhéroe es a un grupo de buenos oftalmólogos. No es posible que los metropolitanos sigan sin enterarse de que Clark Kent y Superman son la misma persona, muy a pesar de que el nerd alienígena se cansa de restregarles pistas en la cara todo el tiempo, tan sutiles como por ejemplo volver a su trabajo-pantalla de reportero –muy bien pagado, porque su vida es genial- el mismo día que Superman regresa a la ciudad, realizando sus habituales e infalibles salvamientos de aviones tripulados por mujeres que parecen salidas de las páginas de Playboy. Por un instante pensé que, como vivimos en el siglo XXI –el siglo del terrorismo, según el Presidente del Mundo- y después de tomarse tan largas vacaciones en Kryptón, el justiciero número uno regresaría con un juicio más atinado para elegir a que malvados combatir, pero no fue así. Superman regresó para hacer las mismas proezas de siempre: salvar ancianitas de incendios, bajar gatos de los tejados, detener automóviles con fallas mecánicas, y, al final, salvar Metrópolis de las locuras de su inseparable y siempre prófugo bajo fianza archienemigo Lex Luthor -y yo que creía que las autoridades jurídicas más corruptas del mundo eran las nuestras-. ¿Es que acaso no hay otros países o ciudades más interesantes que proteger o criminales más peligrosos por combatir? Bueno sería que Clark Kent (Superman con gafas), que trabaja precisamente en un periódico como reportero, leyera los encabezados de los periódicos para que se comenzara a dar por enterado de dónde están los malos de verdad. Quién sabe, igual y descubre que el petrolero Presidente de su país es un loco que anda bombardeando a un país llamado Irak, que por esas coincidencias que tiene la vida está rebosando de petróleo; o si acaso tiene miedo de que lo llamen antipatriota por destruir la Casa Blanca con sus músculos de acero, entonces podría volar a la velocidad de la luz a Corea del Norte para achicharrar a Kim Jong Il y a sus bombas nucleares; o quizá en lugar de auxiliar a las amas de casas incompetentes que incendian las cortinas de la cocina por quedarse a platicar con el lechero mientras se rostizaba el pavo, podría echarle el guante de una vez por todas a los magnates empresarios que todos los días contaminan y sobrecalientan sin control el Planeta.
Digo, sólo son algunas sugerencias. Tela hay y sobra de donde cortar. La lista de villanos y organizaciones malévolas es interminable: El Vaticano, la familia Bush, el G-8, los dictadores genocidas, los que explotan y prostituyen niños y mujeres, los que trafican con órganos humanos. Etcétera -y que conste por escrito en este artículo que omití mencionar a los políticos, que a esos ni Batman, Robin, los 4 Fantásticos, La Mujer Maravilla, el Increíble Hulk o incluso el Asombroso Hombre Araña podrían detenerlos-.
No cabe duda de que mi hermano siempre tuvo razón cada que terminaba de leer las historietas de El Hombre de Acero y decía eso de: “Ese hijoeputa Superman es un imbécil”.
2 comentarios:
MI héroe de verdad es laura de amèrica y sus superpoderes con los que puede dotar a todos pobres del mundo de carritos de hot dog, o apoyar a Fujimori y no ir as la cárcel
Publicado en:
http://www.noticiasgalicia.com/articulos/articulo265.html
Publicar un comentario