“CUANDO UN HOMBRE QUIERE MATAR A UN TIGRE, LO LLAMA DEPORTE; CUANDO ES EL TIGRE QUIEN QUIERE MATARLE A ÉL, LO LLAMA FEROCIDAD.”
- George Bernard Shaw
Cuando uno es niño, el pasatiempo predilecto es montar bicicleta, apedrear pájaros y jugar videojuegos hasta la epilepsia. Mi hermano era diferente: recuerdo que de pequeño su pasatiempo favorito era tener pesadillas. Así es, pesadillas. Y luego dicen que el subnormal de la familia soy yo. Mi hermano decía que le fascinaba sumergirse en su propio subconsciente, rodeado de zombies, hombres lobos, Freddy, Jason, Linda Blair, y cualquier otra criatura que fuese lo suficientemente aterradora para hacerle despertar bañado en sudor y con un grito de “auxilio” ahogado en la garganta en mitad de la madrugada. En la actualidad, hombre adulto que soy, constantemente grito “auxilio” y no necesito estar en medio de una pesadilla: mi vida tiene la necesaria dosis de terror para tenerme con los nervios despedazados. De ahí que mi pasatiempo sea dormir; la válvula de escape de la pesadilla que es mi vida. Sin embargo, como una broma macabra del Universo que siempre conspira en mi contra, de unas noches a la fecha he empezado a tener pesadillas. De hecho ha sido siempre la misma pesadilla. Incluso la tengo documentada en mi diario. El mal de todo egocentrista de creer que su vida es lo suficientemente interesante que merece ser escrita, aunque estoy seguro que en el año 2070 –si bien me va-, en medio de nostalgia, una diálisis y dos enfermeras cambiando mis pañales, regrese hasta sus páginas amarillentas para descubrir con desasosiego que solo tuve un par de días interesantes en mi juventud.
Lunes 11 de Julio del 2005. 04:21 a.m.
Tuve una pesadilla. Extraño. Desde hace años que mis sueños se resumen a una gran pantalla negra, igual a la de los cines, solo que en vez de proyectar a Bruce Willis masacrando gente en el Medio Oriente, todo es negro, ni rastro de alguna imagen, como si el sujeto que controla el retroproyector de mi subconsciente estuviese en huelga desde que tengo cinco años de edad. Apuesto a que así será el lugar a donde me envíen con boleto de clase turista cuando muera. Todo negro.
La pesadilla se dividió en dos partes, una más terrorífica que la otra y ambas entrelazándose como si se tratara de un filme de Tarantino. Un amigo de la facultad (recuerdo trabajaba en los cines Hollywood desempeñando una labor que nunca entendí cual era) me hacía responder a cientos de preguntas que iba leyendo de una interminable encuesta, mediante la cual buscaba descubrir que tan “satisfecho o insatisfecho” estaba con el servicio que me ofreció la empresa para la que él laboraba, la cual definitivamente no era el cine sino una empresa relacionada con el glamoroso mundo de la reparación de piezas automotrices. Al llegar a la pregunta 235B, que me hacía retornar a la pregunta 78A, de la cual debía elegir entre las opciones F1-C, F2-B, F3-I, F4-D o F5-H, sobre algún problema del carburador de balatas del sistema eléctrico diferencial de los carriles del amortiguador trasero de la bomba de aceite del compresor fuel injecton, súbitamente me encontraba en un salón de clase. El tercero C de la secundaria católica donde pasé mi adolescencia. Era un espantoso día de escuela como cualquier otro, exceptuando un par de cosas: mi madre, que se encontraba a un lado de mi pupitre vigilando hasta el último de mis movimientos, y el tigre de bengala que con mirada flamígera entraba por la puerta del salón observando a todos los alumnos que no se inmutaban de sus asientos. ¿Acaso nadie pensaba protestar al ver que el profesor de física era el Tigre Toño en una versión más real y menos anabólica?
El gigantesco felino se posó junto al pizarrón y procedió a tomar lista: Guevara, Pérez, Rodríguez, Erosa… Siendo esto una pesadilla, y no el show de Barney, mi peor temor se materializó. La bestia rayada estiró una de sus patas y de un zarpazo arrancó la cabeza a un estudiante de la primera fila. Se escucharon ligeras exclamaciones de asombro en el aula al presenciar como el animal desmembraba al infeliz decapitado que yacía en el suelo bañado en sangre, y, sin embargo, nadie se movió de su asiento, como si aquello fuese el ritual normal de un día de clase. Sentí pánico. Tomé de la mano a mi madre y le dije que escapáramos antes que el carnívoro decidiera pasar lista hasta llegar a la letra “S” y preguntarme la lección. Nunca fui bueno calculando gravedades, masas, parábolas y movimientos. Nos dispusimos a escapar, pero justo en ese momento y para mi sorpresa, todos los alumnos se abalanzaron sobre el tigre de bengala. A eso yo le llamaría estupidez más que heroísmo. Decenas de adolescentes forcejeaban sobre el enorme felino intentando salvar a su compañero, que evidentemente estaba muerto. En ese instante, el acto más heroico del cual podía ser capaz mi ser fue el de tomar la decisión de sujetar la mano a mi madre para escapar por los ventanales del salón de clase. Algo es un hecho: tomar decisiones bajo presión definitivamente no es lo mío, si elijo cara, cae cruz. Lejos estaba el pasillo que conducía a las escaleras y de ahí al estacionamiento para escapar de la maldita escuela. A mis espaldas se hallaba la explanada principal del colegio, el problema es que se encontraba a más de quince metros de profundidad. Una vez más había tomado la ruta equivocada. Atrapados entre un cristal y el precipicio, observamos cómo el tigre ganaba con facilidad la batalla. Con sus poderosas garras y colmillos hacía pedazos uno a uno a toda la masa de estudiantes que le hacía frente. Desde mi posición de equilibrista noté algo extraño: los estudiantes, al ser oficialmente cadáveres, parecían convertirse en personas mayores. Era como si los jóvenes al morir se transformaran por arte de magia en adultos.
Finalmente el tigre masacró a todos y ocurrió lo que más temía. Unos amarillentos ojos se trabaron con mi mirada asustadiza. El animal, sorteando miembros despedazados con sus patas peludas, se encaminó rumbo a mi transparente escondite. Eso era todo, mi final, mi horrorosa muerte, pero en eso... un amigo de la facultad, al que no veía en años, apareció en medio de un taller mecánico pidiéndome que respondiera “satisfecho o insatisfecho” a una encuesta de servicio de dos mil quinientas preguntas.
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