“A NADIE FALTA MÁS QUE A AQUEL QUE MUCHO DESEA”.
-H. y Carvajal
Ayer descubrí lo patético que podía llegar a ser cuando me vi escoltado, por delante y por detrás, por una descomunal fila de personas. Un instante de locura me hizo creer que más de 400 millones de pesos ameritaban desperdiciar una hora de mi vida yendo a la tienda a comprar un boleto del Melate. Para los que no sepan qué es el Melate –es decir, cualquier persona que me esté leyendo fuera de las fronteras de México, porque aquí todos nacen sabiendo lo que es-, es una lotería que se efectúa todos los miércoles y domingos del año, donde por 20 pesos accedes a un boleto en el cual debes elegir seis números de entre los números del uno al cincuenta y uno. Lo bonito de esta lotería es que si nadie tiene la suerte de atinarle a los seis números, el premio se acumula para el siguiente sorteo, y así sucesivamente hasta que algún valiente le venda su alma al Diablo a cambio de los millones acumulados.
La lotería es un tema que me ha inquietado desde siempre. De hecho es gracias a ella, o en gran parte a ella, que hoy día puedo dedicarme de tiempo completo al noble e ingrato oficio que es la escritura. No. No es lo que están pensando, ni se les ocurra creer que me saqué la lotería y que por ello puedo darme el lujo de tener por oficio las letras.
Les cuento la historia. Recién inaugurado en mis veintes, trabajaba en uno de los corporativos más prestigiosos del país. Mi puesto era el de asistente del director general, e incluso el mismo director general me eligió de entre decenas de aspirantes a los que entrevistó personalmente para el cargo, el cual hasta la fecha ignoro como conseguí con mis calificaciones que nunca rebasaban el 8.5 y mis nervios que se despedazan cuando me veo interrogado por un perfecto extraño; incluso un par de años después de obtener el trabajo, en una posada navideña, envalentonado por la cantidad grosera de tequilas que había tomado, me animé a preguntarle al director general por qué me había elegido a mí. Él en respuesta se limitó a echarse a reír, dándome una palmada en la espalda, de esas palmadas afectuosas y sinceras por las que al día siguiente, con una resaca de los mil demonios, das gracias a todos los santos protectores de los borrachos por haber intercedido por ti para que pudieses seguir yendo al trabajo como si la noche anterior jamás hubiera existido. Para no hacer más interminable el cuento, ante los ojos de muchas personas mi trabajo era el mejor trabajo del mundo: oficina propia en planta alta con vista en primer plano a la muerte de decenas de pájaros que se desnucaban en los gigantescos paños de cristal de los ventanales por confundirlos con una extensión más del cielo; trato directo con los accionistas del corporativo, incluido el privilegio de que se supieran tu nombre y apellido, dato relevante e indispensable si quieres ser alguien en el mundo empresarial (o lo que es lo mismo, ascender de puesto); ser la causa del terror en los ojos de los empleados –sin distinción de cargo- de las muchas empresas del corporativo cuando decía las palabras mágicas: “vengo de parte del director general”; en fin, pequeños detalles que hacen sentir a un hombre como los pájaros antes de desnucarse: el amo de los cielos.
Un día, cuando todos en mi familia daban por sentado que en unos años estaría a la derecha del director general, tomando decisiones mutuas, estrenando un deportivo último modelo, casa de dos pisos con alberca y dueño de una cuenta bancaria estratosférica –en resumidas cuentas, un ganador-, decidí renunciar a mi trabajo, noticia que casi le propina a mi madre un derrame cerebral similar al que envió al Purgatorio a mi padre –porque ahí es donde ahora habita, según cuentan los sacerdotes que tanto admira mi mamá, pues mi papá no tuvo los méritos suficientes para ganarse el Cielo, pero tampoco el Infierno-. El caso es que renuncié a mi nada despreciable futuro porque me sentía el tipo más infeliz del mundo en el trabajo, y no porque el corporativo estuviera lleno de personas indeseables; por el contrario, allí conocí gente maravillosa que me hizo abrir los ojos. El problema era yo, que no encajaba, sobre todo una mañana (y esto que voy a decir a continuación, lo dijo Pedro Almodóvar, sólo que más bonito y con más sentido) cuando la inspiración, que es como un mosquito, eligió mi cabeza para posarse en ella, succionando pero a la vez alimentando mis sesos con una idea para escribir una novela. Idea que surgió de ver todos los días el furor y expectación que causa el jugar a la lotería. Furor y expectación que no discrimina estrato social en la sociedad o escalafón en la cadena alimenticia de una empresa o corporación, sea chica o grande. La idea postulaba la teoría de que las loterías fueron inventadas y/o implantadas por los gobiernos del mundo para evitar el caos en sus respectivos países. Es decir, en el caso concreto de México, el Melate es el gran estabilizador de la sociedad.
Básicamente esa era la idea que tenía para mi primera novela titulada “Joaquín Maravilla”: el Melate era la válvula de escape de la sociedad que durante la semana se ve atrapada en sus horribles trabajos, en sus patéticas y monótonas vidas, soñando con resarcir los errores del pasado con un golpe y porrazo de suerte, invirtiendo cualquier cantidad de horas al día en el anestésico placer de imaginar que pronto se convertirán en hombres de respeto y de felicidad inconmensurable gracias a los seis números que eligieron. Un futuro asegurado de grandeza, lejos de sus aborrecidos trabajos y de sus indeseables parejas e hijos que les han impedido realizar todos sus sueños de juventud, que se han podrido bajo el espeso manto de la resignación. Soñar despierto y esperanzador futuro que mueren al ser revelados los resultados del Melate y descubrir que no atinaron a un solo número. Mismo soñar despierto y esperanzador futuro que renacen de las cenizas al instante de recobrar conciencia de que dentro de 3 o 4 días puede revertirse la mala fortuna, gracias a que los sorteos fueron colocados estratégicamente en mitad y final de semana para desalentarles en la idea de que un buen día finalmente se animen a coger la escopeta y llenarle de plomo las entrañas a su jefe o verter el veneno para ratas en el cereal dietético de sus gordas esposas o gordos esposos.
Esa fue la idea que me ayudó a renunciar a todo compromiso laboral que no estuviese ligado a la escritura. Si bien jamás terminé mi primera novela –la cual estoy seguro que algún día terminaré-, sí que gané algo más que un futuro asegurado: gané el privilegio de tenerlos a ustedes, a mis muy queridos y muy desagradables lectores, de diferentes generaciones, nacionalidades, sexos e ideologías, con quienes semana a semana ejerzo el ejercicio cómplice de intercambiar diferentes puntos de vista sobre un mismo mundo en el que habitamos, unos agradeciendo mis escritos y otros aborreciéndolos. Es por eso que al pagar los 20 pesos de mi boleto supe que estaba cometiendo una estupidez, sobre todo al descubrir que detrás de mí en la fila estaba formado un gerente del corporativo para el que trabajé años atrás, quien después de saludarme me preguntó sobre qué tema escribiría esta semana, a lo que respondí que no tenía idea. Al abandonar la tienda tiré mi boleto a la basura -sin duda una tentación para el destino, para que mañana en primera plana aparezca un recoge basura multimillonario-, pues creo que cuando empiezas a ganarte la vida realizando un oficio que amas, eres el hombre más rico del mundo.
3 comentarios:
Lo único que puedo decirte es que fuiste muy valiente al haber cambiado un futuro "prometedor" por una vida que te diera mayores satisfacciones, al verte libre para ejercer la profesión que verdaderamente hace de tí un ser tan especial.
Dra. Lewis
¡Maravillosamente dicho!
Acaso existe alguien que no haya, repartido, ayudado, despilfarrado y hasta donado algo, al imaginar que se ganaba el melate? Si yo me lo gano visitaré Campeche.
Me alegraste el día, excelente espacio!
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