“ESTOY CONDENADO
ANTE EL ÉXITO PARA NO SER UN PERRO FRACASADO...
¿NENE NENE QUE VAS A HACER CUANDO SEAS GRANDE?”
ANTE EL ÉXITO PARA NO SER UN PERRO FRACASADO...
¿NENE NENE QUE VAS A HACER CUANDO SEAS GRANDE?”
- Miguel Mateos (Cuando seas grande)
Mi sobrino quiere ser cartero. Para ser más exacto, quiere ser “correísta”. El niño tiene 6 años, y me alegra que quiera dedicarse a tan loable oficio. Claro, no todos opinan lo mismo que yo. Cuando comunicó sus intenciones durante una reunión familiar, una avalancha de reproches se le vino encima a la pobre criatura, como si hubiese dicho que quería ser narcotraficante. “¿¡Cartero!?” “¡Vamos chico, te depara un gran futuro!” “¡Debes aspirar a lo grande, una profesión de verdad!” “¡Te enviaremos a las mejores escuelas, no nos puedes defraudar!”
Ahora estoy seguro que mi sobrino nunca será cartero. Es más, cuando le pregunten sus amiguitos qué quiere ser de grande, responderá que quiere ser licenciado en administración de empresas con especialidad en desarrollo empresarial y maestrías en liderazgo, autoestima y posicionamiento de mercado, con su respectivo doctorado en planeación macroestratégica financiera multiorganizacional, aunque no tenga la más remota idea de qué sea todo eso.
Me pregunto en qué momento nos volvimos todos unos chingones. Resulta que si no eres astronauta, arquitecto, ingeniero o abogado, eres un pobre perro digno de todo repudio y vergüenza, así que cuidadito y te vayan a ver vendiendo tacos en la esquina, manejando un taxi o barriendo la entrada de un estanquillo, pues Ipso facto te volverás un fantasma para tus amigos.
Haber estudiado una licenciatura durante cuatro años y medio en una universidad pública (una de las más corruptas del país) y el haber fungido como profesor un par de semestres en una universidad privada, me ha dado una ligera idea de ver que al menos tres cuartas partes de la juventud actual no merecen estar recibiendo una formación universitaria, tanto los alumnos de escuelas públicas que le cuestan un dineral al gobierno como los de las escuelas privadas que dejan en la bancarrota a sus padres.
Lo que sucede en realidad es que no somos unos chingones, sino todo lo contrario. Gracias a esa sed envilecida e insaciable que tenemos de ser unos ganadores al precio que sea, le hemos metido en la cabeza a los niños y a los jóvenes que el éxito es sinónimo de tener un título universitario y que un título universitario es sinónimo de dinero y el dinero es sinónimo de éxito. Es un círculo vicioso cuyas llamas han sido atizadas por el gobierno, las empresas, las entidades educativas (tanto públicas como privadas), los medios de comunicación y las familias; un jueguito que hoy día nos está pasando la factura. Los estudiantes tienen que obtener un título universitario si quieren que las empresas los acepten en sus filas, porque éstas ni siquiera se toman la molestia de entrevistarte si no tienes una licenciatura o una maestría. Las escuelas, ante esta situación, están fascinadas. El negocio del siglo. Si te fijas, buena parte de las instituciones educativas tienen aulas disponibles desde el jardín de niños hasta la universidad, y si quieres estudiar maestría y doctorado no hay problema, salones de clase sobran. Mientras tanto, el gobierno juega el papel de aquellos tres simpáticos monitos que no ven, no escuchan y no hablan. No importa que los alumnos al llegar hasta la universidad sean unos completos ignorantes y analfabetos que a duras penas saben que habitan en un planeta que se llama “Tierra”. Claro, la culpa no es toda de los alumnos, pues allí están los honorabilísimos profesores sindicalizados (y no sindicalizados) que no se aparecen por las aulas de clase aunque allí estén regalando el premio gordo de la lotería. Todo este asunto de la educación se ha vuelto una pachanga, un jaleo, una fiesta y todos requetecontentos de participar. Luego resulta que esos alumnos analfabetos se gradúan con tres maestrías y un doctorado y al ser contratados por las empresas ocurre que no tienen una condenada idea de cómo hacer su trabajo. Y los otros graduados (también analfabetos) que no tuvieron la fortuna de ser contratados son subcontratados por las empresas (muy caritativas ellas) en calidad de practicantes, traducción: a cambio de sus horas de trabajo (ojo, esto es lo más emocionante) la paga es que los dejan aprender cómo es el negocio y nada más, hasta que se harten y se muden a otra empresa a hacer lo mismo, a practicar y a que su cédula profesional se les pudra en la cartera o en el bolso.
Por todas estas razones expuestas es que deseaba que mi sobrino fuera cartero: para que portara el uniforme con toda dignidad y ejerciera su oficio con gallardía. Este país necesita desesperadamente a más personas como el niño que quería ser cartero y no tantos profesionistas inútiles, profesores incompetentes, empresarios sinvergüenzas y políticos demagogos.
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Publicado en:
MILENIO NOVEDADES 8 MAR 09
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